jueves, 18 de noviembre de 2010

Asilo para ancianos

Domingo al mediodía. El pueblo de Famatina, en La Rioja, estaba desierto. Los únicos rastros de presencia humana eran los modestos carteles en todas las casas, colgados de cercos, paredes y puertas: "El Famatina no se vende" o "Minería = Muerte".

Deambulaba sin rumbo y un poco aburrida, para ser sincera. Venía de Chilecito y mi próxima parada era Tinogasta, Catamarca. El pueblo abarca unas pocas cuadras, en media hora se recorren todas sus callecitas. El único lugar donde pude comprobar la existencia de seres humanos fue al pasar por la puerta del asilo para ancianos: un rancho modesto pero digno, a los pies de la montaña. Los abuelos estaban todos tomando sol y aire fresco en un jardín que ocupaba todo el frente. No conversaban entre sí, estaban simplemente sentados, con la vista perdida, los ojitos entrecerrados.

Cuando lo vi me lo imaginé sordo. Con voz firme me acerqué y, mostrándole la cámara, le dije "Abuelo, ¿le puedo sacar una foto?". Masticó alguna palabra (no le entendí) con voz áspera, y se acomodó la boina moviendo la cabeza de abajo hacia arriba, para que yo entendiera que me decía que sí.

martes, 16 de noviembre de 2010

Una desgracia con suerte

Pertenezco a la insufrible secta de personajes que sienten curiosidad por las cosas más variadas: la literatura pre-soviética, el diseño Bauhaus o la fotografía. ¿Por qué no visitar, entonces, el observatorio astronómico que queda en el Parque Nacional El Leoncito?

Había luna llena, pero a pesar del frío helado desbordaba de entusiasmo. Los carteles que debían indicarnme cómo llegar al observatorio eran exasperantes, porque las referencias eran contradictorias. Después de idas, vueltas y marchas atrás, me decidí por una de las dos direcciones posibles y así llegué al Observatorio Astronómico Dr. Carlos U. Cesco. Pero ahí me dijeron que para hacer la visita había que contratar el paquete turístico en una agencia: pagar una fortuna para pasar la noche en las cómodas instalaciones recientemente inauguradas -cena y desayuno incluidos- y por supuesto también mirar por el telescopio. Me dieron un folleto y me despidieron. No, no podía ni siquiera dar una vuelta por ahí ya que los astrónomos estaban en plena faena. ¿Qué me agrió más el humor? ¿Haberme quedado sin la visita al observatorio o comprobar que los parques nacionales de la Argentina son un kiosco que los gobernadores e intendentes le ceden a las agencias de turismo? Me encogí de hombros y me fui.

Fue sólo cuestión de andar un par de kilómetros el camino de regreso, reencontrame con los sospechosos carteles contradictorios y atar cabos: son dos. Dos observatorios adentro del mismo parque, por eso la señalización ambivalente. Ya había caído la noche, pero con alguna esperanza de que me recibieran igual fui al CASLEO. Este observatorio, menos glamoroso que el Cesco, no estaba en mis planes ni había encontrado noticias de su existencia en mis averiguaciones previas sobre qué hacer-a-qué-hora-cuánto-cuesta-vale-la-pena. Para mi sorpresa, me recibió el Astrónomo de la estación, oriundo de La Plata, quien había llegado al observatorio a los 24 años, recién recibido, y que ahora, con 64 pirulos, estaba a punto de jubilarse. Por unos pocos pesos (10 ó 20) me invitó a recorrer las instalaciones, explicándome con pasión en qué consistía el trabajo al que le dedicó toda su vida, cuál era su importancia, por qué San Juan era un punto ideal para perderse en la contemplación del cielo infinito (no importa lo que digan los científicos, esos sofistas y farsantes: cuando alguien lo recorra de punta a punta y regrese para contarla, me voy a creer eso de que el universo es finito).

Corrió la bóveda sólo para mí y mi compañero. Nos hizo ver el ocaso de Venus y los anillos de Júpiter. Nos indicó la fecha precisa en la que un asteroide colisionaría con el planeta tierra, causando la más absoluta destrucción si no fuera porque el incesante trabajo de astrónomos y aficionados permite anticipar y prevenir estos incidentes. Aprendimos que la tarea de todos los observatorios es coordinada desde un ente yanqui, que determina quién investiga qué (típico de ellos creerse la gran cosa, we americans are the greatest nation in the world y arrogarse el derecho de dar órdenes).

Abandonamos la bóveda y su gigantesco telescopio. “Ya casi no se usa este armatoste, con lo que avanzó la tecnología”, me confesó. Su asistente montó un telescopio de módicas proporciones, a la intemperie. Merced a los cachetazos del viento Zonda y la helada cuyana de la noche que ya estaba bien avanzada, mi amigo astrónomo me hizo recorrer las estrellas: la que se estima más joven, la que se estima ya extinta pero que sigue arrojando su luz sobre la tierra, la que le parecía más linda, las constelaciones. Consternados por la invasiva luz de la luna llena sobre cualquier cuerpo celeste que quisiéramos observar, jugué a ponerle al visor del telescopio el filtro UV de la Canon AE1. Mi guía estaba maravillado: nunca se le había ocurrido combatir la luna llena con un simple filtro de fotografía; 40 años en el observatorio y todavía aprendía cosas nuevas.

Me preguntó dónde me hospedaba: en lo de Don Lisandro. Entre risas me contó que don Lisandro en cuestión, el mismo que habitó la casa que su nieto Mauro restauró y donde esa noche iba a dormir, fue una figura destacada para el CASLEO y el parque El Leoncito. Calingasta es un pañuelo.

Respondió todas mis preguntas con entusiasmo, perdió la noción del tiempo que estaba invirtiendo en darme la vuelta al perro por el orbe, a los dos gatos locos que se acercaron como quien ve luz y sube. A pesar de la dificultad que impone el aislamiento de su profesión, la vida en medio del monte, las condiciones climáticas extremas, la soledad, era la extraordinaria caracterización de un hombre feliz y realizado. Que siga vendiendo el Observatorio Cesco su paquete turístico; suerte la de aquellos que gracias a la desgracia de no poder visitarlo terminan por encontrarse con un personaje como el fantástico Astrónomo del CASLEO.

jueves, 11 de noviembre de 2010

En un pasillo del Louvre


¿La Virgen de las rocas? ¿La emocionante (yo lloré al recorrerla) galería que guarda los Géricault y los Delacroix; La Libertad guiando al Pueblo? ¿Algún Rembrandt o los esclavos de Michelangelo Buonarotti, acaso? No señor. El jovencito asiático, que visitó el Musée du Louvre porque ¿quién puede pasar por Paris sin visitarlo, aunque me importe tres cuernos eso que el canon vigente acuerda en llamar arte digno de verse?, encontró que la micropantalla de su cámara digital podía proporcionarle placeres mucho más voluptuosos que la contemplación de las cientos de miles de obras y reliquias que se exhiben en el museo. Un japonés menos en la muralla humana que rodea a La Gioconda... ¡albricias!

domingo, 7 de noviembre de 2010

Viaje a las entrañas de la milonga: 2x4 para locales y visitantes

Buenos Aires podría ser una petite Paris sudaca. Una caminata distraída por Roque Sáenz Peña o Callao, con el cuello incómodamente plegado hacia atrás y la vista apuntando hacia arriba, revela bellísimas cúpulas o balcones que se parecen demasiado a las fachadas que enamoran al viajero en sus paseos por el Boulevard Haussmann, en el corazón de la ciudad de la luz. Palermo quiere ser el SoHo (cualquier SoHo, el de New York o el de Londres). Puerto Madero reclama a gritos su lugar entre las capitales pujantes y exitosas, como tantas otras urbes modernas, con sus altísimos edificios vidriados y sofisticados, erguidos a los pies de un charco de agua.

Aunque sea difícil de identificar para quienes vivimos, amamos, odiamos y padecemos Buenos Aires, hay mucho para ver y hacer en esta ciudad. El circuito turístico tradicional incluye paseos por la Recoleta, una cena en Puerto Madero, el sábado a la tarde en Plaza Serrano, el domingo La Boca y San Telmo. Algo tan interesante para un porteño como para un romano visitar el Coliseo (me imagino a los escolares italianos de paseo por el monumento, arrojándose improvisados proyectiles, masticando con la boca llena y en resumen atendiendo otros motivos que hacen de la jornada extra escolar algo mucho más interesante que el mismísimo Coliseo). No es sino a través de un esfuerzo titánico, y en contadas ocasiones, que logramos aplicar un cacho de extrañamiento para relacionarnos con nuestro propio entorno, para verlo con ojos vírgenes de localismos y descubrir cuánto hay de fascinante en lo que nos es habitual pero que se nos escapa en el día a día.

Toda esta cháchara es un exordio para hablar sobre aquello que me parece más propio de Buenos Aires, eso que a estas alturas de la quimera conocida como globalización ya existe en muchas otras partes del mundo, pero que es acá y sólo acá donde florece en su máxima primavera: me refiero al tango, el commoditie del turismo local.

Existe una masa crítica de gringos, latinoamericanos, europeos de todos los colores y asiáticos que llegan hasta Buenos Aires fascinados por el encanto de esta misteriosa música y su baile. Se internan en un conventillo cool y durante uno, dos, seis meses o lo que fuera (así de sabática es la vida en otros países) dedican las 24 horas del día a perfeccionar sus cortes y quebradas. Invierten una fortuna en los estudios de baile, sacan abonos o pases libres y toman una clase, después otra, después otra, tango electrónico, milonga con traspié, yoga para bailarines; alquilan una sala de ensayo y le pagan a un bailarín consagrado USD 150 la hora para absorber su técnica, su cadencia, su espíritu. Van a bailar todas las noches, los martes hacen pool entre El Beso y Porteño y Bailarín, los viernes y sábados arrancan aquí o allá para aterrizar después de las 3:30 am en La Viruta. Los más exquisitos van al Sunderland, los que quieren arrabal, al Club Fulgor de Villa Crespo.


Pero el tango forma parte de la porteñidad a tal punto que no es necesario ser un fanático de la causa para estar de viaje por Buenos Aires y querer mamar un poquito de 2x4. Es como viajar a Berlin y no visitar lo que queda del muro, como ir al Calafate y no conocer el Perito Moreno. Por mi oscuro pasado arrabalero siempre me consultan a dónde puede ir un turista para ver un show de tango. Este último fin de semana, por ejemplo, un amigo de un amigo de mi hermana tenía que asesorar a alguien que andaba de paso por Buenos Aires, y me pidió referencias de una archi conocida casa de tango. Lo corrí con mi costado más aguafiestas.

El show de tango es, ante todo, un asalto a mano armada: el chiste le cuesta al viajero un promedio de USD 100. Pero eso no es lo peor: al final del espectáculo los gringos no habrán visto del tango más que su cliché, su forma más estereotipada y kitsch. Cantantes platinadas con guantes de encaje y corset de raso a lo Mademoiselle Ivonne que imitan (mal) a la tana Rinaldi, electrizando al auditorio con un perturbador vibrato perfora tímpanos. Cantan Balada para un Loco y El día que me quieras, sin excepción. Parejas de bailarines que arriesgan su vida en cada pirueta, performando una coreografía milimétricamente ensayada más cercana a la gimnasia que al baile, eso que mi maestro Lalo -cuando me enseñó a bailar hace más de 15 años- llamaba “tango for export”. Entonces, decía, cuando me piden referencias de tal o cual show de tango arremeto con un contundente “si quieren ver tango que vayan a una milonga”. Es el mejor negocio: entrada $20, consumición a partir de $8, ver a una multitud hipnotizada bailando al compás de una orquesta en vivo un martes a la madrugada en un salón de Palermo, el Bajo Flores o Villa Crespo, no tiene precio.


Milonga del CC Lola Mora

A mí misma, con los años que llevo de milonga, todavía me produce un fascinante efecto de extrañamiento cada vez que voy. Escuchar los compases desde la calle, cuando estoy llegando. En la puerta, dos o tres mujeres fumando vestidas con los estilos más variados (babuchas hippies o atrevidos soleros, jeans, mini shorts), pero calzadas religiosamente con zapatos de taco aguja. Adentro, el prodigio: la música, los bailarines y la pista.

Milonga del CC Lola Mora

Ellas sentadas, de piernas cruzadas paseando los ojos por todo el salón. Ellos -algunos- de pie, cirulando por la pista, buscando aquellos ojos impacientes para hacer contacto visual y cabecear mientras los labios pronuncian sin emitir sonido la contraseña del ritual: ¿bailás? Ella asiente con la cabeza, se levanta con parsimonia, se acomoda la ropa y camina hacia la pista. Desde la otra punta él va a su encuentro. No se conocen, pero no hace falta: se miran, sonríen, se abrazan. Ella apoya su sien sobre la de su compañero, entrecierra los ojos. Él le indica desde el abrazo lo que ella tiene que hacer con su cuerpo: caminar hacia adelante, hacia atrás, cruzar, pivotear. Improvisan. Él cuida que no haya contacto con las otras parejas que están en la pista. Ella se deja conducir dócilmente; tensa el abrazo cuando necesita más tiempo para hacer un adorno con sus pies. Él la espera, la deja lucirse. Entre tango y tango, mientras dura la tanda, intercambian algunas palabras: cómo te llamás, siempre venís a bailar acá, sos de Buenos Aires, lo típico. Retoman el abrazo, vuelven a lo suyo. Segundos después de que los últimos compases del tema que cierra la tanda resuenan en el salón, desarman lentamente el abrazo apretado de la pose en la que los sorprendió el chan chan. Otra sonrisa. Muchas gracias, le dice ella. Un placer, responde él. Caminan juntos hasta la mesa de ella, una última mirada cómplice, fin del romance. Ya empieza a sonar la próxima tanda; él vuelve a recorrer la pista buscando otros ojos, ella vuelve a ofrecer su mirada a quien guste invitarla a bailar.

Que sigan yendo los gringos a gastar sus euros y sus dólares en una cena show. Y los porteños están sobreaviso. El tango, che, el tango es otra cosa.

viernes, 29 de octubre de 2010

Aprendiz

Aprendices de ajedrez en un puesto de libros del Mercado de la Vega, Santiago, Chile.

"¿Estará en Sudamérica el próximo Kasparov? No tenemos un campeón mundial de ajedrez, qué orgullo si alguno de estos terminara de campeón, representando a Sudamérica. Hay que formar ajedrecistas, hay que enseñarles...".

domingo, 24 de octubre de 2010

Delirium Tremens en Bruselas

El médico me lo advirtió: tu hígado está muy mal. Nada de alcohol, nada de chocolate, nada de fritos ni grasas. Fue en la víspera de un viaje a países europeos de estirpe cervecera. ¿Cómo pasar por Berlín, por Praga, Bruselas, y no abarrotarme con los maravillosos brebajes autóctonos? ¿Y el codillo de cerdo, el goulash, las salchichas con sauerkraut (no sean brutos, vayan a Alemania y pidan chucrut a ver si alguien los entiende)?

Lo que en Argentina se conoce como cerveza no es otra cosa que un líquido insípido y aguachento: es decir, no es cerveza. La base de la preparación de esta bebida consiste en la fermentación de algún cereal, que puede ser por ejemplo trigo o cebada. La industria cervecera argentina, muy poco preocupada por asuntos como las recetas tradicionales, el sabor, la textura y la calidad de su producto, alentada por la gran masa de consumidores que se entregan sin pretensiones al inconfundible sabor de una Quilmes, usan el cereal más barato: arroz. Pero ni siquiera un arroz de buena calidad (perfumado y sabroso) como usan los fabricantes asiáticos, sino el viejo y conocido arroz que se vende para mezclar con el alimento balanceado que comen las mascotas. Así es que las cervezas industriales locales casi no tienen color, no hablemos de aroma ni mucho menos sabor: no tienen gusto a nada.

Bélgica, por el contrario, tiene una tradición cervecera milenaria. El mito dice que uno puede pasar un año completo allí y probar cada día una cerveza distinta, sin repetir jamás: rubias, negras, rojas, dulces, amargas, frutales, las que se toman frías, las que se toman a temperatura ambiente, las de Navidad, con diferentes tipos de fermentación, y la lista sigue, inabarcable.

Floris (cerveza frutal) y de fondo, una de Navidad, en la barra del Délirium Café

Un buen tour cervecero en la bella y gris Bruselas empieza y termina en el Délirium Café, un antro único en el orbe donde la carta de cervezas es tan larga y emocionante como una novela de Thomas Mann. Y un detallito que lo hace todavía más especial: es el único lugar donde la misteriosa Delirium Tremens se sirve tirada. Es de público conocimiento que para la elaboración de cerveza se usan microscópicas cantidades de lúpulo, una hierba de la familia de los Cannabis. Pero cuenta la leyenda de la Delirium Tremens que hay una pizquita demás de lúpulo en la cerveza que producen para expedir en este barcito de Bruselas. Así es que los buenos bebedores que se exponen al consumo repetido de la Delirium Tremens alegan arrebatarse con carcajadas injustificadas que le vienen de no saben dónde ni con qué razón, entre otros síntomas como sensación de paz espiritual y visiones de elefantes rosas suspendidos en el éter.

Yo no vi elefantes rosas (como otros viajeros que me han prestado testimonio) pero doy fe de que en la gris Bruselas, bajo una llovizna ininterrumpida y tras tediosas visitas a sus alrededores (Brujas, Gante, Amberes), supe reírme a más no poder -hasta llorar, hasta babearme; hasta quedarme sin aire y que me duelan el estómago y las mejillas- por naderías. Estoy convencida de que sin la porfiada acumulación de Delirum Tremens en mi organismo esto no hubiera sido posible.

Es justo aclarar que esta cerveza no es el único atractivo del Délirium Café, aunque una buena noche de jarana gastronómica bien puede empezar al grito de une Delirium s'il vous plaît. Se recomienda sentarse en la barra e investigar la carta para elegir entre su exótica e insólita oferta de brebajes: cervezas ácidas, amargas, trapenses (realizadas según la técnica de los monasterios y claustros religiosos), frutales (cereza, frutilla, durazno, ¡cactus!), y las de Navidad. Mientras de este lado del hemisferio, océano de por medio, nos atiborramos de vitel toné, ensalada rusa y sidra de los niños, en países como Bélgica se elaboran cervezas especiales para esa época del año. Suelen ser especiadas, tienen una alta dosis de alcohol (probé una de 11,6°) y se sirven a una temperatura entre 10° y 12°C, apropiada para las heladas noches de invierno en aquellas latitudes.

Otro bar que vale la pena visitar, y que queda muy cerca del Délirium Café (ideal para jugar un ping pong humanoide que permita ir y venir de uno al otro repetidas veces a lo largo de la madrugada, cruzando a saltos la Grand Place), es A La Mort Subite. En uno suena la música al palo, hay mucha gente joven y barmans cubiertos de tatuajes; el otro reúne grupos más familiares, personajes solitarios, atienden mozos de camisa y moño corbatín. A la Mort Subite no tiene tantos grifos, pero vale la pena probar la Pêche que tiran ahí.

Old school
Además de entrar a cuanto bar de cervezas aparezca en el camino, el tour cervecero por Bruselas se completa en la Brasserie Cantillon, a poco más de media hora de viaje del centro de la ciudad. Es el lugar perfecto para los nostálgicos compulsivos, para los que suspiran frente a las pruebas irrefutables de la extinción del trabajo artesanal, para los que valoran las cosas buenas que son buenas porque no había apuro, porque lo importante era hacer las cosas bien, y ganar plata es tan prioritario como ofrecer un producto de la más alta calidad. Desde 1900 la familia Cantillon-Van Roy mantiene la tradición de fabricar cerveza artesanal posta, usando hasta el día de hoy los mismos procesos y maquinarias que usaban hace más de 100 años . Se trata de la última cervecería tradicional que sobrevive en Bruselas.

El secreto de la cerveza de Cantillon es la fermentación espontánea. No hay aditivos, acelerantes ni agregados artificiales. Las levaduras trabajan a su ritmo y concienzudamente: no son inoculadas de forma artificial; Bruselas tiene una atmósfera como pocos lugares en el mundo, donde las levaduras se generan naturalmente en el ambiente. La caldera gigante que cocina el maremagnum con el que se elabora la cerveza no tiene tapa, y recibe del aire aquello que el aire quiera y pueda darle. Además, todos los ingredientes son naturales (los cereales, por ejemplo, son orgánicos) y cada paso en la elaboración se produce espontáneamente.

"El tiempo no respeta lo que se hace sin él"

Por unos pocos euros es posible recorrer la cervecería-museo, conversar con sus dueños (no una promotora, empleado o vendedor) y probar las fantásticas variedades que elabora Cantillon: Lambic, Gueuze, Faro y Kriek. No vale la pena abundar en adjetivos -siempre insuficientes e inexactos- para explicar algo inenarrable, basta decir una cosa: la diferencia con cualquier otro tipo de cerveza es un abismo. La primera copita es un salto al vacío, y eso que la heredera de la Brasserie anticipa el impacto: “va a parecer que no están tomando cerveza; es que estamos tan acostumbrados a los procesos industriales que ya no reconocemos su verdadero sabor”. Más bien parece sidra; pero no, no sería como una sidra, aunque es algo dulce, pero mucho más ácida; son las levaduras de la fermentación espontánea, una delicia, ¿otra copa?, de la Kriek, sí, la de cereza, qué delicia, las burbujas de gas son finísimas, hacen cosquillas en el paladar, ¿y esa mermelada?, ¿la hacen con cerveza?, sí, gracias, otra copa por favor.

Ejemplares de Cantillon

En Cantillon explican que elaborar una cerveza respetando el tiempo natural de cada proceso lleva 3 años. La inmensa mayoría de las cervecerías, apremiadas por la vorágine del negocio y la necesidad de facturar, producen miles de litros cada día. No es el ocaso sino la absoluta noche del trabajo artesanal, la victoria definitiva del plug&play y la vertiginosa aceleración de los procesos productivos. La búsqueda de calidad, la valoración del esfuerzo que implica obtener esta calidad, es apenas un reducto para nostálgicos y excéntricos.

Una advertencia, más vale tarde que nunca: una vez que uno prueba este tipo de cervezas no hay vuelta atrás. Regresar a la Argentina es portar para siempre una tristeza sensorial infinita; los sentidos se cierran como animales de caparazón ante la sola idea de sorber la espuma de una Isenbek o destapar una Stella Artois. Pero claro, esta fragilidad sólo hace que el acto de trasponer la puerta del Délirium Café, de elegir mesa en A La Mort Subite y pedir una Pêche, de recalar en cualquier bar en cualquier esquina de Bruselas, tenga el encanto de lo irrepetible. Como dice Borges: “que exista el cielo, aunque nuestro lugar sea el infierno”; bienaventurados aquellos que puedan recorrer las instalaciones del empíreo, aunque fuera tan sólo una vez en su vida.

lunes, 18 de octubre de 2010

Medianoche en Catamarca

Estamos en el rancho de Antonio, en Belén. Antonio tiene unos cincuenta años; nació y vivió en Palermo hasta que se cansó del aire corrupto de la gran ciudad. Un buen día decidió abandonar Buenos Aires y se instaló acá, en esta ciudad del noroeste argentino que, para el recalcitrante urbanocentrismo porteño, es minúscula y recóndita. Se casó con una catamarqueña y tiene 5 hijitos catamarqueños, un perro y dos gatos. Gentilmente nos abrió las puertas de su casa para que desensillemos ahí dos o tres noches, antes de seguir viaje hacia Antofagasta de la Sierra (viaje que finalmente jamás haríamos, porque no logramos resolver la logística que nos debía trasladar a través de cientos de kilómetros en ruta de ripio y caminos sin señalizar para llegar a este mentado paraíso).

Es pasada la medianoche y un gallo desvelado, confundido, un gallo chino a contramano del huso horario de estas latitudes, no deja de cantar como si fuera el momento de anunciar la salida del sol. Hace un frío de morirse, afuera cae una nevada suave. Dormimos en camas separadas, no tenemos siquiera el consuelo del calor que se contagian los cuerpos humanos cuando están en contacto. Tengo puestas medias térmicas, pantalón de mi piyama más grueso, camiseta y pullover de lana. Me echo encima una, dos mantas de las que fabrica artesanalmente Antonio -entre otros tejidos- junto con su familia, para vender a los turistas. Acerco la estufa de cuarzo a mi cama, la habitación es muy precaria comparada con las comodidades a las que estamos mal acostumbrados: techos altísimos de chapa, una puerta totalmente desvencijada que cerramos con cadena y candado para que el perro no se meta a masticar nuestras pertenencias en la impunidad de la madrugada. La casa no tiene calefacción, pero la charla con Antonio y su familia después de la cena ayudó a templar el espíritu. La Pepa, la más conversadora de los vástagos de Antonio, nos hizo matar de risa con sus juegos y ocurrencias. Mañana a primera hora pasa el lechero: es un hombre del pueblo que tiene unas 10 vacas, las ordeña cada mañana y sale a vender leche fresca a los vecinos de Belén, puerta a puerta. Esta leche no tiene Lactobacillus GG, ni L Casei Defensis, ni es ultrapasteurizada con más o menos de cien millones de bacterias por centímetro cúbico. De la vaca a la boca, así de simple. La probé después de cenar. Es fabulosa, tiene gusto, textura, consistencia. No sé qué tomamos cuando compramos leche envasada en el supermercado. Creo que alguien nos está engrupiendo.

Pienso en estas cosas, recostada en mi cama, para despistarme del frío. Me voy a dormir. Un traguito de licor de vino para terminar de calentar el cuerpo, y hasta mañana.

Me distrajo del sueño un ruido como de estampida de búfalos. La oscuridad era total excepto por la estufa de cuarzo, que a fuerza de intentar en vano calentar el ambiente desprendía un halo de luz que resistía la negrura apretada de la habitación. Parecía que en el techo se hubiera congregado una ronda de íncubos y súcubos para celebrar la lujuria universal. La pobre puerta de la habitación, lindera con el patio, se sacudía con tal violencia que el candado y la cadena -de acero- se golpeaban entre sí haciendo un ruido infernal. El techo de chapas parecía una marimba luciferina, azotada con violencia de un lado al otro por un percusionista rabioso. Las paredes vibraban, vulnerables al descontrol exterior. Yo no podía trascender las fronteras de ese limbo donde queda suspendida nuestra consciencia cuando no podemos terminar de despertar, por lo que la escena se me antojaba pesadillesca, siniestra. Algo pavoroso estaba ocurriendo afuera y en cualquier momento penetraría nuestro refugio: no estábamos a salvo. A pesar del peligro inminente, en algún momento el escándalo se transfiguró imperceptiblemente en un canto tribal arrullador, que me adormiló hasta devolverme al sueño por completo.

Cuando desperté todo estaba en su lugar; ni rastros de las turbulencias de la madrugada. Busqué la llave del candado, lo abrí, corrí la cadena y moví la puerta de lugar. Me encandiló el sol de las 7 y pico que iluminaba de refilón el patio. Usé la mano como visera sobre la frente, para protegerme los ojos, y entonces vi el desastre: madejas de lana (materia prima del trabajo artesanal de Antonio y su familia) desparramadas en el piso de tierra -me recordaban mechones de pelo muy largo, arrancados desde la raíz desgarrando el cuero cabelludo-, ramas y plantas amputadas esparcidas por toda partes; Vicente y la Pepa jugando con el perro, dándonos los buenos días con una mirada despreocupada y sonrientes.

La Pepa y Vicente

Antonio nos recibió en la cocina con un vaso de leche caliente (recién ordeñada) y tostadas. Él tomaba mate y le tiraba pedacitos de pan al gato, que comía con felicidad felina.

- ¿Han podido descansar? Menuda tormenta de viento tuvimos anoche.

Tormenta de viento. ¿Tormenta de viento? Parecía más bien el fin del mundo. Tomé de a sorbitos mi leche recién ordeñada, cremosa y un poco agria. Por lo general tengo el sueño ligero, sólo muy de vez en cuando ocurre que ni los vientos huracanados de la Puna logran arrancarme completamente de las fauces de Morfeo. Me quedo en trance y en ese trance, realidad y materia onírica se fusionan en una amalgama delirante. Unté mermelada casera en mi tostada. Deambulamos por Belén todo el día. La noche siguiente dormí de corrido, apaciblemente.

lunes, 27 de septiembre de 2010

A 20 minutos en tranvía desde el centro de Praga

Hay lugares a los que ningún viajero llegaría si no fuera porque un personaje local, conocedor de los secretos de su ciudad, lo lleva de paseo. Pienso en Buenos Aires: la mayoría de los turistas paga una pequeña fortuna para ir a ver un show de tango que resultará más bien un ejercicio de karatekas suicidas, compitiendo para ver quién está más cerca de romperse la cabeza en alguna pirueta de alto riesgo. Por su parte, los músicos y la orquesta entonarán con intenso melodrama esos tangos archiconocidos y aburridísimos, que ya conforman un ineludible cliché de la porteñidad en la cosmogonía gringa. Sin embargo, los locales sabemos que el tango es otra cosa y que para vivirlo no hace falta pagar 100 dólares la consumición y el derecho a espectáculo.

Esto mismo me ocurrió en Praga: una de las mejores experiencias que me deparó la ciudad hubiera sido imposible si no me la hubiera inducido Max, el filósofo cervecero. Max es un argentino felizmente instalado en las afueras de Praga: casa checa, esposa checa, hija checa, trabajo checo. Pero lo que resulta más interesante para esta crónica es su afición por el elixir de Bohemia: la cerveza. Los caminos del buen vivir me pusieron en contacto con Max a través de su blog, un espacio virtual desde el cual se dedica a comentar sus experiencias en materia cervecera. No contento con disfrutar del mero hecho de beber por beber, hace ya varios años que empezó a interiorizarse más y más en asuntos como ingredientes, procesos de producción y materias primas, y llegó así a amarrocar un saber envidiable en la materia, reconocido por los maestros cerveceros de República Checa y alrededores.

Así es que mi visita a Praga no podía estar completa sin pasar una tarde con nuestro compatriota. Me buscó por la puerta del hotel, le di algunas cervgezas argentinas que traía por encargo, y me invitó a tomar el tranvía para ir a almorzar. Esa tarde, él era mi guía.

Viajar en tranvía ya es de por sí una experiencia pintoresca para cualquier viajero de nuestros pagos. Buenos Aires supo ser la cité des tramways a fines del siglo XIX, por su incomparable relación entre cantidad de habitantes y kilómetros de vías: ninguna ciudad en el mundo le hacía sombra. Hasta que una mente brillante, en 1961, decidió eliminarlos por decreto. Esta triste historia tranviística se me traduce en una nostalgia que me impulsa, durante mis viajes, a observar con cariño los simpáticos vagones electrificados que recorren orgullosos las ciudades europeas.

Sacar el boleto no fue tarea sencilla, y la verdad es que no estoy segura si finalmente lo hice. Las máquinas expendedoras que estaban en la parada no funcionaban (ni hablar de la barrera idiomática), pero Max me tranquilizó diciendo que todo el mundo viajaba colado, no había de qué preocuparse. Ya en el camino íbamos como chanchos, conversando como si nos conociéramos de toda la vida, contando anécdotas de Praga y de Buenos Aires, de Palermo y de Hradčany.

Después de hacer unas 15 cuadras ya estábamos en otra Praga, una muy distinta de aquella invadida por hordas de turistas y negocios de souvenir de la mafia rusa. 20 minutos después bajábamos en una callecita desierta. Hacía un frío inmoral, nevaba; era pasado el mediodía y el hambre empezaba a estorbar. Max dio algunas vueltas, buscando de memoria el lugar que había elegido para el almuerzo: u Bansethů, un restaurant familiar que fabrica su propia cerveza. Ya era tarde y no podían ofrecernos mucha variedad en el menú, pero el cerdo con hongos guisados y rodajas de pan estaba glorioso, y las cervezas (roja, rubia y negra: probamos una de cada una) ratificaron por qué la ultra industrializada Staropramen es conocida como “la Quilmes checa”. Sin embargo, lo mejor estaba por venir.

El invierno bohemio es solidario con los espíritus etílicos: gracias al frío, el cuerpo consume a toda velocidad el alcohol ingerido. Entonces, siempre hay margen para seguir tomando, máxime si uno aterriza en el insospechado Hospoda al que me llevó Max.

Una anónima puerta de calle con un cartelito de papel pegado al frente, escrito a mano. Y en checo, ya que a 20 minutos de tranvía desde el centro de la ciudad se terminan las amabilidades lingüísticas: no hay turistas en este circuito. Cruzando la puerta, un pasillo lúgubre que conduce a un multiple choice de puertas y pasadizos. Nuestro camino era el descenso, la escalera que bajaba y bajaba, y mientras más bajábamos, más fuerte escuchábamos el runrún de una música metalera. Hasta que una gruesa cortina de terciopelo negro me desconcertó una vez más: ¿qué hago en un barrio desierto de Praga, con un desconocido, a punto de ingresar a un sótano oscuro donde suena heavy metal a las 4 de la tarde, al la hora de la siesta un día de semana? Pero ese sótano resultó ser el Paraíso: Zlý Časy, 16 grifos de cervezas artesanales que el dueño del bar selecciona meticulosamente en cada una de sus recorridas por pequeñas cervecerías de distintas regiones de Europa.

Ante la barrera lingüística, me entregué por entero a la voluntad de Max, quien fue calurosamente recibido por el dueño del bar. Así nos enteramos de que estaba recién llegado de viaje, con mercadería que quería que nuestro filósofo cervecero degustara antes de ofrecer a la fiel clientela. Todos los grifos parecían tentadores pero por algún lado había que empezar: cerveza de trigo saborizada con miel de castaños, que sería la primera de unas cuantas. Max probó una de las nuevas adquisiciones de la barra: Tambor. Tras darle un largo y concienzudo primer trago al oscuro brebaje, nuestro filósofo volcó cuerpo y cabeza hacia atrás, suspendiéndose por varios segundos, y regresó con espuma en el bigote y la mirada en éxtasis, susurrando para sí “increíble cerveza”. Después una cerveza de trigo sin filtrar, tan apoteótica como las otras que comenzaron a circular sin control por nuestra mesa.

Y así continuamos por varias horas: probamos cervezas negras, rojas y rubias; repetimos la de trigo filtrado, y cuando me invadió la angustia borracha porque era mi última tarde en Praga y quién sabe si alguna vez regresaría a la ciudad, empecé a pedir compulsivamente la cerveza saborizada con miel de castaños en un esfuerzo inútil por retenerla para siempre en mi paladar y mi memoria. Cada uno de estos manjares fue prolijamente servido y presentado, las cervezas de trigo en vasos altísimos y curvilíneos, las negras en chopps o copones, las más dulces en pequeños vasitos; y lo más importante: el acontecimiento degustatorio estuvo acompañado de una charla irrepetible, de esas que sólo pueden darse entre dos extraños que se conocieron a través de Internet, océano de por medio, y que un buen día, por única vez en sus existencias, comparten una tarde de cervezas, recuerdos, anécdotas y anhelos. Nos despedimos con un cálido abrazo como de viejos y queridos amigos, con la esperanza de volver a encontrarnos alguna vez en el Paraíso, que es el Hospoda que queda a 20 minutos en tranvía desde el centro de Praga.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Crónica del encuentro de un paraíso perdido en Cuyo

Cuando anuncié que me iba de viaje por tiempo indeterminado, en auto, a recorrer un poco la Argentina, quienes conforman mi anoréxico entorno social se sintieron en la obligación de expresar opiniones y recomendaciones sobre los lugares que debía visitar. También apelé al aparato turístico de las provincias que me quedaban de camino desde Buenos Aires a Santiago de Chile, y después de Mendoza hasta la Puna, que era lo único de seguro que había en mi itinerario. Me dieron mapas, folletos y bendiciones. Con todo eso salí a la ruta.

Así fue que boyé de fiasco en fiasco -en líneas generales- por lugares que se suponía serían alucinantes: paisajes que enamoran a los turistas de todos los ángulos del orbe, rincones donde el público local se atrinchera durante las vacaciones disfrutando actividades de todos los colores, pero que a mis ojos se presentaban inodoros, insípidos e incoloros. Hasta que llegué a Calingasta.


Desde que partí de la ciudad de San Juan todo salió mal. Por alguna razón que se me antojaba esotérica, el GPS se obstinaba en señalar que a Calingasta se llegaba por una ruta que en el mapa de papel no figuraba. Después de dedicarle al asunto algunos instantes de reflexión ya sobre la autopista, desempaté con los carteles que indicaban el camino en armonía con el GPS: “Calingasta (flecha indicando la dirección hacia la que nos dirigíamos)”. El paisaje mejoraba considerablemente conforme me alejaba de la ciudad, pero la ruta mutaba de asfalto a ripio y de ripio a consolidado. 70 km después, el cartel “ruta sin salida” y la inconfundible barrera de rayitas amarillas y negras cerrando el paso. Unos baquianos me avisaron que esa ruta estaba cerrada hacía 4 años, y contando. Me pidieron un aventón, así que volvimos en patota por el mismo camino hasta mi punto de partida, donde ellos se bajaron, y desde ahí apagué el GPS y me confié de los carteles para hacer un nuevo itinerario.

Pasado el mediodía llegué a Barreal, un típico pueblito cuyano de no más de 3 mil habitantes. Lo primero que me sorprendió fue el trajín en la calle, siendo casi la hora de la siesta.¿Abundancia de planes sociales?

Fui derechito para lo de Don Lisandro, la casa de Mauro y Agustina devenida en hospedaje residencial, que me había recomendado mi proveedor de rollos de fotos. Ahí bajé los bártulos de pacotilla que usaba para no tener que andar cargando y descargando las valijas en todas las paradas, y corrí “al centro” a buscar caras interesantes para fotografiar. Pero la siesta ya era reina y señora en el pueblo, yen la calle no había más que algún perro faldero desorientado desandando con abulia la única calle del pueblo.

Patio de Don Lisandro, empapado de otoño

Pasé solamente dos noches en Barreal. Este es el tipo de estupideces en las que uno, misteriosamente, no puede dejar de incurrir. Viajaba sin reservas, sin pasajes, sin horarios. Barreal era uno de los primeros lugares verdaderamente hermosos que encontraba después de casi tres semanas de viaje. Y sin embargo me fui a los dos días tal como había calculado en un primer momento, como si hubiera un plan original imposible de violar, un mandato incuestionable.

Pero en dos días se pueden hacer muchas cosas. A 32 km de Don Lisandro está el Parque Nacional El Leoncito. El paisaje es inefable: no vale la pena tratar de describirlo ni explicarlo con imágenes. Lo que ven los ojos no es traducible a lo que pueden codificar instrumentos tan imperfectos como una cámara de fotos o el lenguaje.


La pampa del Leoncito (una planicie inmensa de arena fosilizada), la cordillera de Los Andes coronada por El Mercedario -el cerro más alto después de El Aconcagua-, el desierto y el monte. El Parque Nacional El Leoncito no sólo ofrece paisajes para caerse de culo; además -por lo menos al cierre de esta edición- la entrada es gratis. La entrada, el área de acampe y el uso de las parrillitas; todo gratis. ¡Y se nota que los guardaparques laburan! Esto es toda una rareza en el circuito de parques nacionales de la Argentina.

En este parque el viajero no está obligado a comprar onerosos paseos turísticos a la agencia de turno, como ocurre casi sin excepción, sino que hay varios senderos trazados y claramente señalizados. Uno apto para jubilados y criaturas, que consiste básicamente en dar la vuelta al perro, avistar un par de zorritos y llegar hasta una modesta cascada. El otro, mucho más interesante, está calculado en 3 horas. Propone una caminata por el monte y ascenso al cerro más alto del parque.


Antes de partir, carteles, folletos y el propio guardaparques advierten la correcta forma de proceder en el probable caso de que un puma se cruce en el camino. Si no volvía en 4 horas salían a buscarme. Sus perros, acaso presintiendo que podrían ligar alguna feta de mortadela como propina, me acompañaron todo el trayecto. Para alguien con mi absoluta falta de estado físico el paseo resultó exigido pero accesible. Y las vistas definitivamente valen la pena.

Los lugareños se acostumbran tímidamente al turismo, con reticencias. Como si todavía no les quedara claro qué viene a ver toda esa gente ahí. Como dice Julio Florencio, “cuanto más pertenecemos a una ciudad, menos la vivimos”. La ventaja es que el pueblo todavía no pierde su aura: puertas con cerraduras que languidecen en desuso, pertenencias desparramadas en patios y verandas sin temor a ser abducidas por manos criminales, siestas, baquianos a caballo, una calle principal y al fondo, donde termina, otra calle de tierra que serpentea debajo de las pesadas copas de árboles que forman fila al costado del camino.

Mauro y Agustina viajan con frecuencia a Uspallata para visitar a la familia y hacer compras (el mercadito de Barreal y la estación de servicio abusan de la falta de competencia, parece). Les llegan noticias de que Buenos Aires es un caos, una pesadilla de egoísmo y violencia. La casa era del abuelo de Mauro y estaba abandonada desde hacía varios años. Ellos la dejaron hermosa, conservando algunas joyitas como la cocina a leña, algunos muebles de estilo y unos mosaicos de ensueño. “Acá las antigüedades no abundan", explica Agustina, "porque con los grandes terremotos se perdió casi todo, no quedó nada”.

Espero ansiosa el día de volver a Barreal.

Y por cierto, Agustina nos confirmó que efectivamente, la principal fuente de subsistencia de Barreal son los Plan Trabajar.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Tipos de viajero




Atención: los hechos y personajes de la siguiente historia son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.


El europeo sensible
Viaja a América Latina con muchos euros y una valija llena de imaginarios. Quiere bailar tango en Buenos Aires, adentrarse en el desierto boliviano, atravesar una selva guatemalteca a machetazos, perderse en las calles de La Habana y sucumbir en el Amazonas en manos de una tribu caníbal. No tiene noción del tamaño del continente. Pone un pie en el mundo subdesarrollado y tanta decadencia moral (nunca vista en su tierra natal) lo conmueve. Se compra franciscanas y pantalones babucha. Carga todas sus pertenencias en una mochila incomensurable. No se baña. Come poco, se compra un tambor en la feria de artesanías de Plaza Serrano. Se anota como voluntario en un comedor comunitario de La Boca (le pasaron el dato en el hostel: en los comedores comunitarios de La Boca todos los voluntarios son extranjeros; los argentinos ya conviven con la miseria y la exclusión sin que les genere la más mínima preocupación). Cambia el pasaje de avión a El Calafate por un ticket de bus a la Puna. Una vez allí, hace dedo para ir de pueblo en pueblo. Come menos que antes, pero se siente feliz y realizado, no le hace falta nada. Lo maravilla la imponente belleza de los paisajes y la sencillez de las personas. En algún momento comienza la metamorfosis en sentido inverso. Se da cuenta de que ser pobre no está bueno. Vuela a la capital más cercana, hace vida cosmopolita por unos días (visita museos, recorre los highlights de la ciudad, se emborracha) y vuelve a casa sano y salvo, para satisfacción de familia y amigos.




Los contingentes japoneses
Lamentablemente esta categoría incluye a todo viajero que tenga los ojos rasgados y se movilice en enormes contingentes con sofisticadas cámaras de fotos colgadas del cuello, sin distinción entre chinos, coreanos, nipones y otras nacionalidades exóticas que para la ignorancia occidental “son todas iguales”. Existen varias categorías de contingentes japoneses: adultos y jubilados, falsos hippies, y grupos de adolescentes donde los varones son más bien andróginos (usan pantalones chupines, maxi carteras de Louis Vuitton, anteojos de lectura Ray Ban Wayfarer y el pelo lacio volcado sobre la cara), y las chicas se ponen minifaldas escolares, medias por la rodilla, zapatos de taco alto y tienen los celulares llenos de colgantes. Sacan fotos. De todo. Sin distinción. Sin criterio. Si no lo hacen, es como si no estuvieran viajando. Todo lo observan a través de las pantallas de sus cámaras: el goce turístico es directamente proporcional a la cantidad de chatarra informática que acumulan en la memoria de la cámara. Cuando posan para las fotos, sonríen y levantan la mano a la altura de las mejillas, cerrando los dedos sobre la palma y dejando alzados solamente dos: el índice y el mayor. Escuchan atentamente a la guía del contingente. Se mueven en bloque aunque silenciosamente, y ni locos se manejan por fuera del circuito ortodoxo: Venezia es un paseo en góndola, Roma una vuelta al Coliseo, París la vista panorámica desde la cumbre de la Torre Eiffel. Al regreso a sus hogares, después de atormentar a familiares y amigos con un sinfín de fotos y filmaciones por pasillos de iglesias y museos, vuelven a su febril rutina laboral; para algo son potencia che.



El bananero
Generalmente argentino y más que argentino porteño, puede ser también de algún país centroamericano. Viaja a Miami, of course. Lo primero que hace cuando baja del avión es correr a alquilarse uno de esos autos que en su vida podrá manejar por las callecitas de Buenos Aires (porque no le alcanza la plata para comprarlo o porque si lo puede comprar, seguro lo secuestran en la puerta del country por andar con un auto demasiado farolero). Se arremolina en GAP o Banana Republic y compra ropa para varias temporadas: camisas por US$1, ¿cómo resistirse? Come en lugares que se llaman “Tango Grill”, “Churros Manolo”, “Las vacas gordas” o “Baires Grill” (negocios de otros argentinos que cumplieron el sueño bananero: instalarse con éxito en Miami). Si encuentra otros coterráneos, se saludan a los gritos. Visita al delincuente de Cacho Fiore para comprar electrónica a precios módicos, pasea por Wal Mart a la madrugada sólo para experimentar el placer de comprar pasta para waffles a las 4 AM. Se cuida de no tirar un solo papelito a la calle, admirado de lo civilizados que son en este maravilloso país. Se saca fotos con todo auto de alta gama que encuentra por la calle. Coimea a los empleados cubanos de la aerolínea para no pagar el exceso de equipaje, y a los de la aduana en Ezeiza para que les dejen pasar las iPad, los iPod y los iPhone que trajeron para vender en MercadoLibre y amortizar los gastos del viaje. Apenas pone pie en tierra propia suspira resignado, prende un pucho y arroja al piso el celofán de la cajita recién comprada en el Free Shop, mientras mira con desconfianza a toda esa gente que lo vino a recibir y no entiende que Miami es un lugar maravilloso, tan glorioso, barato y maravilloso...



El que compró el tour 25 ciudades en 21 días
Hay lugares del mundo que quedan lejos. Lejísimos. Entonces, para amortizar el pasaje y sacarle el máximo provecho al dinerillo invertido, algunos viajeros compran tours que desafían a Einstein proponiendo revolucionarias formas de redefinir la relación entre tiempo y espacio. Recorren el Museo del Louvre a las patadas. Se empastan contra el cardumen de japoneses que tiraniza la contemplación de La Gioconda (en el apuro, pasan por al lado de La Virgen de las rocas, obra maestra de Leonardo Da Vinci, sin siquiera percatarse). Van al baño cuando el guía da permiso para ir al baño, comen cuando el guía dice que hay que comer y en el restaurante contratando por la agencia de turismo para tal fin. Se la pasan subiendo y bajando de buses turísticos. A la izquierda la puerta de Brandenburgo (click!), a la derecha el Vaticano (click!). Despiertan con sobresaltos en medio de la noche, preguntándose dónde están y cómo llegaron ahí. Se quedan con las ganas de hacer todo lo que no les está permitido hacer para no retrasar al resto del grupo. Invaden tiendas de souvenir comprando algo, cualquier cosa, que les recuerde al regresar a casa que pasaron por esa ciudad. Sacan fotos de obras de arte, monumentos y otras curiosidades que más tarde, una vez de regreso en su casa, no logran evocar qué son. Piensan que vieron pirámides en Rumania, bailaron Zorba en Egipto y temieron la presencia de Vlad III El Empalador (alias Conde Drácula) en Grecia. De regreso a casa, no hacen otra cosa que esperar las próximas vacaciones, para descansar de esta estresante y agotadora experiencia.



El viajero lagarto
El tipo está cansado. Labura todo el año como un burro, llegan las vacaciones y no quiere hacer otra cosa que ponerse culo para arriba al sol en algún montículo de arena, a escasos metros del mar. Según el presupuesto podrá disfrutar de una playa mediterránea paradisíaca, comprará un paquete para ir al Caribe en temporada baja, cambiará pesos por reales o derrapará en cualquier rincón de la costa bonaerense. Arena y mar, el resto da lo mismo. Se levanta temprano y arranca cargando la heladerita: unos packs de cerveza, fiambre, una botellita de agua para hidratarse. Si tiene nivel, pagó un all inclusive en algún pobrísimo pero paradisíaco país caribeño. Ojotas, piluso, protector solar. Un libro de Osho o de Stamateas, una revista de crucigramas (no todo es dencansar, che). Las señoras y señoritas meten panza y arquean la cintura con disimulo, para modelar la silueta. Los ojos de los muchachos fisgonean con avidez, a salvo detrás de los cristales ahumados de un par de anteojos de sol. Dormir y dormitar se convierten en una misma cosa. Los días transcurren idénticos, invariables. Al amanecer, a la playa. Almuerzo temprano. Después de comer: siesta. Leer un rato, caminar por la orilla, siesta para recuperar energías. Cae el sol: ducha y a caminar por “el centro”. Estallan las heladerías y las salas de jueguitos. Antes de dormir, sacude bien las sábanas porque nada lo irrita más que un granito de arena en la cama. El viajero lagarto descansa y descansa. Piensa en los compañeros de trabajo, en la oficina con el aire acondicionado al mango, mientras él chupa los últimos hielitos de una caipirinha. Y se dice a sí mismo, satisfecho: esto es vida. Por lo menos 15 días en 365, entre tanta jarana y sinrazón, hay una recompensa: esto es vida.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Tras la sombra de Borges en Ginebra

Nadie puede elegir dónde nacer; el tandem tiempo-espacio en esa instancia de la existencia está fuera de las posibilidades de elección de cualquier ser humano. Elegir dónde morir, en cambio, puede ser complicado pero al menos es posible. Jorge Luis Borges se dio el gusto de pasar los últimos seis meses de su vida en Ginebra, y además de morir ahí mismo conforme su voluntad.

Borges es un commoditie. Para muchos cronistas será el acento culturoso de su relato: siempre queda fino citar al gran Borges, reconocido por todos pero leído por pocos. Hay una buena excusa para que esta crónica abuse de este lugar común del periodismo vernáculo: lectora compulsiva de sus letras, si hubo una circunstancia en el mundo que me alentó a hacer un alto entre el norte de Italia y París, fue conocer la ciudad que el viejo y sagrado poeta de Buenos Aires (mejor cuentista e insuperable ensayista) eligió para descansar de una vida tan larga, polémica y virtuosa. Como quien busca a John en Abbey Road o la paz espiritual en la India, yo elegí visitar Ginebra para sentirme más cerca del escritor que me obsesionó durante mi adolescencia.

Ginebra no es París: no tiene el glamour de la ciudad que vibra a los pies del Senna. Tampoco es Londres, con sus habitantes un poco chic, un poco cool y un poco respingados, ni es la encantadora Roma o la atrevida y border Berlin. Ginebra tiene una personalidad difícil de encasillar o resumir en pocas palabras. Una personalidad que se escapa un poco.

Lo primero que impacta es su belleza indefinida entre una atmósfera medieval (gris, rocosa, casi áspera) y un encanto de gran ciudad cosmopolita. El lujo de las tiendas de relojes de altísima gama, de los Lamborghini o Ferrari que pasean calmos y silenciosos por la ciudad conviven con un austero aire protestante, sin conflicto ni contradicción.

La belle Genève se repliega sobre sí misma como si nada más en el mundo importara. Surcada por la imponente presencia de Los Alpes, a los pies del Lago Leman se extiende la ciudad que ofrece de todo: parques perfectamente diagramados y conservados (donde se libra una batalla incesante entre cuervos y palomas, en clara desventaja estas últimas), algunos edificios modernos, rincones medievales y la más clásica (y hermosísima) arquitectura francesa.

Espíritu religioso: una forma de vida
El calvinismo es mucho más que un monumento que se erige en el Parque de los Bastiones, en el corazón de la ciudad. Para quien viene (como venía yo) de pasar 10 días en la catoliquísima Italia, recorriendo infinidad de iglesias donde la consigna es “prohibido” (prohibido sacar fotos, prohibido usar minifalda o remeras escotadas, prohibido usar el celular, prohibido, prohibido, prohibido), sorprende el sobrio cartel a la entrada de la Catedral de Ginebra con la frase que reza: “Este es un lugar sagrado. Confiamos en que Ud. sabrá observar su comportamiento”. Ahora entiendo todo.

Habrá sido un positivo contraste para Borges, acostumbrado a la irreverencia latina y a la prepotencia porteña que tanto lo fastidiaban. Los ginebrinos son parcos, sobrios, correctos, pulcros. Un poco antipáticos, quizás altivos. Como el propio Borges. Y así también es la belleza de la ciudad, que durante el día parece una ciudad fantasma por la escasa cantidad de gente transitando de un lugar a otro (pleno empleo, le dicen). Cuando baja el sol (horario de invierno) las calles se convierten en un hervidero de gente de todas las formas, tamaños y colores habidos y por haber, que entran y salen de las tiendas, compran, pasean, conversan, se encuentran y se desencuentran. Sede de gran cantidad de organismos internacionales, Ginebra se muestra tolerante e integradora.


En el Parque de los Bastiones llaman la atención los tableros de ajedrez gigantes que se acumulan bajo los árboles. Hay fichas de tamaño ad hoc para que cualquier pareja de jugadores se anime una partida. Nada más perfecto para el demiurgo de los laberintos, de la biblioteca de Babel, de los juegos de lógica. Y de los poemas sobre el ajedrez, claro.

Casi es posible imaginar a Borges, viejísimo, paseando del brazo de María Kodama por el parque cubierto de nieve, y deteniéndose para presenciar una partida. No, las fichas no se guardan de noche. Sí, quedan a la intemperie y nadie se las roba. Será la severa mirada de Calvino, que observa implacable con sus ojos de roca en el Muro de los Reformadores. Estoy muy lejos de casa. ¿O estoy en casa?

A pesar de su parquedad, los ginebrinos demostraron tener cierto sentido del humor. Por lo menos, cuando de religión se trata. Y si no lo creen, vean nada más este cartel que cuelga en una iglesia protestante:


Tan lejos, tan cerca
Borges tuvo una relación conflictiva con su patria y sus compatriotas. En el fondo, es imposible determinar con rigor científico cuáles fueron las razones que lo llevaron a querer morir y ser enterrado allí. Podemos imaginar avatares que sirvan para narrar a Ginebra en un insignificante blog de viajes, pero nada más.

Me quedará para siempre la duda de por qué el orgulloso, el altivo Borges, prefirió el anonimato de una tumba perdida en el cementerio de Plain-Palais al rimbombante mausoleo que sin dudas le hubieran erigido en la Recoleta o Chacarita. La crítica, el mundillo de los literatos, algunos sectores políticos le habían hecho la vida imposible. Pero el viejo murió consagrado, sabía que le harían los honores de todas formas. Que ya había pasado a la historia de las letras. ¿Por qué irse tan lejos? ¿Será el último desplante, el último laberinto que urdió este Teseo del lenguaje? Me fui hasta Ginebra para averiguarlo, y volví con la sensación de haber visitado una de las ciudades más hermosas de Europa. En cuanto a las respuestas que buscaba: sin puntos arquiméricos a la vista.

Con esta frase de Borges se lo recuerda en una sobria placa conmemorativa, escondida en un callejón de Ginebra. No hay que darle más vueltas, quizás ahí está la clave:

"De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad."


sábado, 21 de agosto de 2010

De copas por Berlin

Son las 8:05 PM en Forum y los habitués ya se amontonan en la barra. Es que todas las noches, a partir de esa hora, este wine bar berlinés abre el corazón de su cava para que los comensales prueben vinos de Alemania, Italia, Francia, España y otras partes del globo. Por la módica suma de €2 el bebedor se hace acreedor de una copita degustación. La barra es self-service; la consigna: tome todo lo que quiera; la condición: antes de irse, pague lo que considere justo.



Noche tras noche el lugar explota con una variopinta concurrencia: hombres y mujeres disfrutando del más típico after office, desparramados en los cómodos sillones del salón devenido living colectivo; abuelos cancheros, alguna parejita, un muchacho estudiando una partitura a la luz de las velas. Todos locales, casi ningún turista. A 15 minutos de tranvía, subte o colectivo desde Alexanderplatz (el punto central de la ciudad por excelencia), Forum es un secreto muy bien guardado en una ciudad que es de por sí uno de los secretos mejor guardados de las Europas.



La cava se renueva semanalmente con un criterio que sintetiza el capricho de los dueños del bar con los vinos que resultan más exitosos a lo largo de estas jornadas. Hay para todos los gustos: blancos, tintos, rosados, espumantes e incluso diariamente se descorcha alguna sidra artesanal, que puede ser de peras, muy dulce, casi un néctar, adictiva. El bar se llena. Hay clima: suena una música exótica, inconfundible protagonismo de un sítar. Los comensales llegan hasta la barra, estudian con tranquilidad las etiquetas ofrecidas, sirven la copa hasta el tope y vuelven a lo suyo. Afuera se envalentona la ola de frío polar con la llegada de la medianoche, y la nieve se va amontonando en las calles semi desiertas.



Como no todo es beber en esta vida, Forum también pone a disposición de la muchachada una austera mesa de comestibles: tabule, ajíes a la plancha, hongos salteados con manteca y aceite de oliva, y pan de campo casero. Al igual que los vinos, el sector sólido también es self-service y a discreción, todo inlcuido en el fair pay que el comensal deberá abonar a la salida, depositando sus euros en un antiguo botellón verde que se va llenando con el correr de las horas.

Más de uno estará pensando qué negocio es ese de librar el monto de la cuenta a la generosidad de un consumidor presumiblemente etilizado. Sin embargo Forum implementa este sistema hace más de un año sin daños ni perjuicios. Raramente aparece alguien liquida media cava y trata de escabullirse con disimulo. Desconfiando de la ingenuidad de mi pregunta, el barman explica que “todos saben cuánto cuesta una copa de vino en cualquier restaurante. Confiamos en que nuestros clientes respetarán este parámetro. Es un sistema basado en el honor”.

Dirección: Fehrbelliner Str. 57, Berlin.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Venecia, la ciudad museo

Apenas empieza a despejarse la neblina que cada mañana absorbe a la ciudad en una atmósfera de cuentos. Los turistas japoneses no paran de sacarse fotos a los pies del Gran Canal, acosados por una multitud de palomas y gaviotas. De repente, todo queda en silencio. Las miradas de los presentes se alargan con curiosidad para observar al cortejo de góndolas que se abre paso a través del agua. Es un cortejo fúnebre. Y el muerto que están velando no es otro que la propia Venecia.

Crónica de una muerte anunciada
Desde 1966 a esta parte, la población de Venecia se redujo a la mitad. No es fácil vivir saltando charquitos, remando para llegar de un lugar a otro, cruzando puentes por una ciudad de diagramación imposible, donde todo queda lejos, trasmano y es inevitable perderse. Además, existe la amenaza constante de la marea que avanza, lenta pero inexorable: especialmente en primavera, el aqua alta puede provocar inundaciones con más de 1 metro de agua.

Y como la inundación es el más grave de los problemas de la ciudad, su presupuesto se destina a combatirla: no quedan recursos para financiar el mantenimiento de las 100 Iglesias que hacen el patrimonio histórico de Venecia. Los campanarios centenarios se agrietan como el techo de una casa vieja, el agua de la lluvia se filtra por las cúpulas, no hay un centavo de euro siquiera para comprar una alfombra y cuidar mosaicos que han sido testigos del devenir histórico.

Entonces, los venecianos eligen el exilio. La ciudad es cada vez menos una ciudad y, cada vez más, un museo.

“El salón más bello de Europa”
Así bautizó Napoleón Bonaparte al centro de Venecia por excelencia, la Piazza San Marco, vértice de la vida cortesana de las islas durante siglos. Abundan las palomas garroneras, los bares centenarios (como el Caffè Florian o el Gran Caffè Quadri, donde tomar un café puede convertirse en la experiencia más cara pero más chic de tu vida) y la presencia del contundente Palacio Ducal, la Biblioteca Marciana, la Basílica San Marco y su majestuoso Campanile. Sí señor, todo junto. Así es Venecia, hiperbólica: todo, mucho, siempre.

Las fachadas venecianas son el más fiel reflejo de la intensa historia de la ciudad. Por su ubicación estratégica a los pies del Adriático, durante siglos todo el comercio entre Oriente y Occidente pasó por sus puertos. Paseando distraídamente es posible imaginar el pulso de la ciudad en aquellos tiempos, los marinos, las prostitutas, los cortesanos, los artistas… todos juntos y revueltos. Unos toques bizantinos acá, un estilo renascentista por allá, más acá unas pinceladas de ambiciosa arquitectura napoleónica. El pegadizo pero imposible dialecto de los venecianos también le pasa factura a este intercambio cultural milenario.

Todos a bordo
El aquelarre arquitectónico de la Piazza San Marco llega hasta los pies del Gran Canal, un abismo de agua en forma de “S” que atraviesa a la ciudad de una punta a la otra. Los que quieran ir un paso más allá tienen varias opciones, con precios convenientes para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Los gondolieri sonríen seductoramente, guiñan un ojo y disparan frases bien estudiadas en diferentes idiomas, hasta que olfatean que los entendiste. “¿Un paseo, señorita?”, recitan en español con incofundible acento veneciano. Pero más vale regatear el precio: de entrada piden unos 50 euros por un paseo de 15 minutos. Los japoneses, entre otros turistas que se encuentran favorecidos por el cambio, pagan entusiasmados y sin chistar. Van de a dos o tres por góndola, en un contingente compuesto de varias embarcaciones, inconfundibles en su actitud gregaria. Pero cualquier pelagatos que  esté dispuesto a negociar simulando desinterés puede sacar el paseo por la módica suma de 30 euros.

También están las lanchas-taxi, opción que no es barata ni tampoco es pintoresca. Por mucho menos es posible viajar en el Vaporetto, el bondi veneciano por excelencia: un barquito de dimensiones considerables que se detiene cada 200 metros para subir y bajar pasajeros. A modo de city-tour al alcance de cualquier presupuesto, el Vaporetto es ideal para los que van a Venezia de excursión por un día y quieren ver un poco de todo pero nada en particular (vale la pena aclarar que la abrumadora mayoría de viajeros que recibe Venecia llegan a la ciudad para pasar el día, y después se van).

Por lo que cuesta el boleto (un puñadito miserable de euros) se pueden apreciar el Ponte di Rialto, los palazzi (un poco hundidos en el agua o peligrosamente inclinados sobre un costado, dramáticos en su decadencia), islas variopintas y otras atracciones que todas las guías turísticas señalan como imperdibles.

A pie y sin brújula
A mí Venecia no me gustó mucho, pero tengo que reconocer que Dolina acierta cuando dice que los malos recuerdos mejoran con el tiempo. Llegué de mal humor, barruntando furiosa contra el aqua alta, el frío, lo temprano que me había tenido que levantar y la cara de paciente de proctología de los venecianos. Hay que entenderlos: el turista es un incordio. Pero bueno, no es que ellos vivan de la exportación de trufas o la producción de software, ¿no? Viven, vale decir, del turismo.

Pero hay una Venecia que vale la pena recorrer. Y ese recorrido no incluye necesariamente museos, palacios, islas donde la gente sopla y hace caballos de vidrio que dejan boquiabiertas a las chicas del gimnasio cuando las exhibimos en la repisa del baño, o paseos repletos de tienditas de souvenirs. Una de las mejores formas de apreciar la verdadera Venecia, esa que todavía lleva un vida independiente de toda actividad turística, es caminando. Y sin mapa. Aunque los mapas no sirven para nada en las callecitas angostas y laberínticas, con paredes altas y multicolores o de ladrillo pelado. En Venecia perderse no es una catástrofe; es un punto de partida.

Callecita veneciana

Hay una ciudad ignorada casi siempre por los viajeros ortodoxos. El juego es así: cuando llegás a una encrucijada tenés que agarrar por la calle menos transitada. Ahí es donde late la auténtica vida veneciana, donde la gente vive como vive cualquier cristo en otras partes del mundo: se levanta temprano, va a trabajar, lava la ropa, hace las compras para la cena, toma fresco en el balcón o en la vereda.

Por estos caminos el agua de los canales es más cristalina y los puentes cuentan historias. Como el Ponte delle Tette (al que sólo es posible llegar vagando sin rumbo y por casualidad) cuyo nombre sugiere que ahí mismo, un par de siglos atrás, las trabajadoras del oficio más antiguo del mundo ofrecían sus servicios exhibiendo sus exquisitos atributos a los hombres que surcaban las aguas, sedientos de satisfacción y de sífilis.

Callecita veneciana

Afortunadamente la desorientación no dura para siempre. Hasta en los rincones más alejados del centro la señalización indica el camino de regreso. Puede ser errática o confusa, pero todos los caminos conducen al Ponte di Rialto. No hay nada que temer.

Durante dos milenios este simpático conjunto de islas resistió invasiones, ataques, guerras y disputas políticas. Parece imposible que el peligro de su extinción sea inminente. Pero si su destino es perecer, eso sólo la hace más atractiva. A soñar con visitar Venezia, entonces. Antes de que nos tape el agua.