lunes, 27 de septiembre de 2010

A 20 minutos en tranvía desde el centro de Praga

Hay lugares a los que ningún viajero llegaría si no fuera porque un personaje local, conocedor de los secretos de su ciudad, lo lleva de paseo. Pienso en Buenos Aires: la mayoría de los turistas paga una pequeña fortuna para ir a ver un show de tango que resultará más bien un ejercicio de karatekas suicidas, compitiendo para ver quién está más cerca de romperse la cabeza en alguna pirueta de alto riesgo. Por su parte, los músicos y la orquesta entonarán con intenso melodrama esos tangos archiconocidos y aburridísimos, que ya conforman un ineludible cliché de la porteñidad en la cosmogonía gringa. Sin embargo, los locales sabemos que el tango es otra cosa y que para vivirlo no hace falta pagar 100 dólares la consumición y el derecho a espectáculo.

Esto mismo me ocurrió en Praga: una de las mejores experiencias que me deparó la ciudad hubiera sido imposible si no me la hubiera inducido Max, el filósofo cervecero. Max es un argentino felizmente instalado en las afueras de Praga: casa checa, esposa checa, hija checa, trabajo checo. Pero lo que resulta más interesante para esta crónica es su afición por el elixir de Bohemia: la cerveza. Los caminos del buen vivir me pusieron en contacto con Max a través de su blog, un espacio virtual desde el cual se dedica a comentar sus experiencias en materia cervecera. No contento con disfrutar del mero hecho de beber por beber, hace ya varios años que empezó a interiorizarse más y más en asuntos como ingredientes, procesos de producción y materias primas, y llegó así a amarrocar un saber envidiable en la materia, reconocido por los maestros cerveceros de República Checa y alrededores.

Así es que mi visita a Praga no podía estar completa sin pasar una tarde con nuestro compatriota. Me buscó por la puerta del hotel, le di algunas cervgezas argentinas que traía por encargo, y me invitó a tomar el tranvía para ir a almorzar. Esa tarde, él era mi guía.

Viajar en tranvía ya es de por sí una experiencia pintoresca para cualquier viajero de nuestros pagos. Buenos Aires supo ser la cité des tramways a fines del siglo XIX, por su incomparable relación entre cantidad de habitantes y kilómetros de vías: ninguna ciudad en el mundo le hacía sombra. Hasta que una mente brillante, en 1961, decidió eliminarlos por decreto. Esta triste historia tranviística se me traduce en una nostalgia que me impulsa, durante mis viajes, a observar con cariño los simpáticos vagones electrificados que recorren orgullosos las ciudades europeas.

Sacar el boleto no fue tarea sencilla, y la verdad es que no estoy segura si finalmente lo hice. Las máquinas expendedoras que estaban en la parada no funcionaban (ni hablar de la barrera idiomática), pero Max me tranquilizó diciendo que todo el mundo viajaba colado, no había de qué preocuparse. Ya en el camino íbamos como chanchos, conversando como si nos conociéramos de toda la vida, contando anécdotas de Praga y de Buenos Aires, de Palermo y de Hradčany.

Después de hacer unas 15 cuadras ya estábamos en otra Praga, una muy distinta de aquella invadida por hordas de turistas y negocios de souvenir de la mafia rusa. 20 minutos después bajábamos en una callecita desierta. Hacía un frío inmoral, nevaba; era pasado el mediodía y el hambre empezaba a estorbar. Max dio algunas vueltas, buscando de memoria el lugar que había elegido para el almuerzo: u Bansethů, un restaurant familiar que fabrica su propia cerveza. Ya era tarde y no podían ofrecernos mucha variedad en el menú, pero el cerdo con hongos guisados y rodajas de pan estaba glorioso, y las cervezas (roja, rubia y negra: probamos una de cada una) ratificaron por qué la ultra industrializada Staropramen es conocida como “la Quilmes checa”. Sin embargo, lo mejor estaba por venir.

El invierno bohemio es solidario con los espíritus etílicos: gracias al frío, el cuerpo consume a toda velocidad el alcohol ingerido. Entonces, siempre hay margen para seguir tomando, máxime si uno aterriza en el insospechado Hospoda al que me llevó Max.

Una anónima puerta de calle con un cartelito de papel pegado al frente, escrito a mano. Y en checo, ya que a 20 minutos de tranvía desde el centro de la ciudad se terminan las amabilidades lingüísticas: no hay turistas en este circuito. Cruzando la puerta, un pasillo lúgubre que conduce a un multiple choice de puertas y pasadizos. Nuestro camino era el descenso, la escalera que bajaba y bajaba, y mientras más bajábamos, más fuerte escuchábamos el runrún de una música metalera. Hasta que una gruesa cortina de terciopelo negro me desconcertó una vez más: ¿qué hago en un barrio desierto de Praga, con un desconocido, a punto de ingresar a un sótano oscuro donde suena heavy metal a las 4 de la tarde, al la hora de la siesta un día de semana? Pero ese sótano resultó ser el Paraíso: Zlý Časy, 16 grifos de cervezas artesanales que el dueño del bar selecciona meticulosamente en cada una de sus recorridas por pequeñas cervecerías de distintas regiones de Europa.

Ante la barrera lingüística, me entregué por entero a la voluntad de Max, quien fue calurosamente recibido por el dueño del bar. Así nos enteramos de que estaba recién llegado de viaje, con mercadería que quería que nuestro filósofo cervecero degustara antes de ofrecer a la fiel clientela. Todos los grifos parecían tentadores pero por algún lado había que empezar: cerveza de trigo saborizada con miel de castaños, que sería la primera de unas cuantas. Max probó una de las nuevas adquisiciones de la barra: Tambor. Tras darle un largo y concienzudo primer trago al oscuro brebaje, nuestro filósofo volcó cuerpo y cabeza hacia atrás, suspendiéndose por varios segundos, y regresó con espuma en el bigote y la mirada en éxtasis, susurrando para sí “increíble cerveza”. Después una cerveza de trigo sin filtrar, tan apoteótica como las otras que comenzaron a circular sin control por nuestra mesa.

Y así continuamos por varias horas: probamos cervezas negras, rojas y rubias; repetimos la de trigo filtrado, y cuando me invadió la angustia borracha porque era mi última tarde en Praga y quién sabe si alguna vez regresaría a la ciudad, empecé a pedir compulsivamente la cerveza saborizada con miel de castaños en un esfuerzo inútil por retenerla para siempre en mi paladar y mi memoria. Cada uno de estos manjares fue prolijamente servido y presentado, las cervezas de trigo en vasos altísimos y curvilíneos, las negras en chopps o copones, las más dulces en pequeños vasitos; y lo más importante: el acontecimiento degustatorio estuvo acompañado de una charla irrepetible, de esas que sólo pueden darse entre dos extraños que se conocieron a través de Internet, océano de por medio, y que un buen día, por única vez en sus existencias, comparten una tarde de cervezas, recuerdos, anécdotas y anhelos. Nos despedimos con un cálido abrazo como de viejos y queridos amigos, con la esperanza de volver a encontrarnos alguna vez en el Paraíso, que es el Hospoda que queda a 20 minutos en tranvía desde el centro de Praga.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Crónica del encuentro de un paraíso perdido en Cuyo

Cuando anuncié que me iba de viaje por tiempo indeterminado, en auto, a recorrer un poco la Argentina, quienes conforman mi anoréxico entorno social se sintieron en la obligación de expresar opiniones y recomendaciones sobre los lugares que debía visitar. También apelé al aparato turístico de las provincias que me quedaban de camino desde Buenos Aires a Santiago de Chile, y después de Mendoza hasta la Puna, que era lo único de seguro que había en mi itinerario. Me dieron mapas, folletos y bendiciones. Con todo eso salí a la ruta.

Así fue que boyé de fiasco en fiasco -en líneas generales- por lugares que se suponía serían alucinantes: paisajes que enamoran a los turistas de todos los ángulos del orbe, rincones donde el público local se atrinchera durante las vacaciones disfrutando actividades de todos los colores, pero que a mis ojos se presentaban inodoros, insípidos e incoloros. Hasta que llegué a Calingasta.


Desde que partí de la ciudad de San Juan todo salió mal. Por alguna razón que se me antojaba esotérica, el GPS se obstinaba en señalar que a Calingasta se llegaba por una ruta que en el mapa de papel no figuraba. Después de dedicarle al asunto algunos instantes de reflexión ya sobre la autopista, desempaté con los carteles que indicaban el camino en armonía con el GPS: “Calingasta (flecha indicando la dirección hacia la que nos dirigíamos)”. El paisaje mejoraba considerablemente conforme me alejaba de la ciudad, pero la ruta mutaba de asfalto a ripio y de ripio a consolidado. 70 km después, el cartel “ruta sin salida” y la inconfundible barrera de rayitas amarillas y negras cerrando el paso. Unos baquianos me avisaron que esa ruta estaba cerrada hacía 4 años, y contando. Me pidieron un aventón, así que volvimos en patota por el mismo camino hasta mi punto de partida, donde ellos se bajaron, y desde ahí apagué el GPS y me confié de los carteles para hacer un nuevo itinerario.

Pasado el mediodía llegué a Barreal, un típico pueblito cuyano de no más de 3 mil habitantes. Lo primero que me sorprendió fue el trajín en la calle, siendo casi la hora de la siesta.¿Abundancia de planes sociales?

Fui derechito para lo de Don Lisandro, la casa de Mauro y Agustina devenida en hospedaje residencial, que me había recomendado mi proveedor de rollos de fotos. Ahí bajé los bártulos de pacotilla que usaba para no tener que andar cargando y descargando las valijas en todas las paradas, y corrí “al centro” a buscar caras interesantes para fotografiar. Pero la siesta ya era reina y señora en el pueblo, yen la calle no había más que algún perro faldero desorientado desandando con abulia la única calle del pueblo.

Patio de Don Lisandro, empapado de otoño

Pasé solamente dos noches en Barreal. Este es el tipo de estupideces en las que uno, misteriosamente, no puede dejar de incurrir. Viajaba sin reservas, sin pasajes, sin horarios. Barreal era uno de los primeros lugares verdaderamente hermosos que encontraba después de casi tres semanas de viaje. Y sin embargo me fui a los dos días tal como había calculado en un primer momento, como si hubiera un plan original imposible de violar, un mandato incuestionable.

Pero en dos días se pueden hacer muchas cosas. A 32 km de Don Lisandro está el Parque Nacional El Leoncito. El paisaje es inefable: no vale la pena tratar de describirlo ni explicarlo con imágenes. Lo que ven los ojos no es traducible a lo que pueden codificar instrumentos tan imperfectos como una cámara de fotos o el lenguaje.


La pampa del Leoncito (una planicie inmensa de arena fosilizada), la cordillera de Los Andes coronada por El Mercedario -el cerro más alto después de El Aconcagua-, el desierto y el monte. El Parque Nacional El Leoncito no sólo ofrece paisajes para caerse de culo; además -por lo menos al cierre de esta edición- la entrada es gratis. La entrada, el área de acampe y el uso de las parrillitas; todo gratis. ¡Y se nota que los guardaparques laburan! Esto es toda una rareza en el circuito de parques nacionales de la Argentina.

En este parque el viajero no está obligado a comprar onerosos paseos turísticos a la agencia de turno, como ocurre casi sin excepción, sino que hay varios senderos trazados y claramente señalizados. Uno apto para jubilados y criaturas, que consiste básicamente en dar la vuelta al perro, avistar un par de zorritos y llegar hasta una modesta cascada. El otro, mucho más interesante, está calculado en 3 horas. Propone una caminata por el monte y ascenso al cerro más alto del parque.


Antes de partir, carteles, folletos y el propio guardaparques advierten la correcta forma de proceder en el probable caso de que un puma se cruce en el camino. Si no volvía en 4 horas salían a buscarme. Sus perros, acaso presintiendo que podrían ligar alguna feta de mortadela como propina, me acompañaron todo el trayecto. Para alguien con mi absoluta falta de estado físico el paseo resultó exigido pero accesible. Y las vistas definitivamente valen la pena.

Los lugareños se acostumbran tímidamente al turismo, con reticencias. Como si todavía no les quedara claro qué viene a ver toda esa gente ahí. Como dice Julio Florencio, “cuanto más pertenecemos a una ciudad, menos la vivimos”. La ventaja es que el pueblo todavía no pierde su aura: puertas con cerraduras que languidecen en desuso, pertenencias desparramadas en patios y verandas sin temor a ser abducidas por manos criminales, siestas, baquianos a caballo, una calle principal y al fondo, donde termina, otra calle de tierra que serpentea debajo de las pesadas copas de árboles que forman fila al costado del camino.

Mauro y Agustina viajan con frecuencia a Uspallata para visitar a la familia y hacer compras (el mercadito de Barreal y la estación de servicio abusan de la falta de competencia, parece). Les llegan noticias de que Buenos Aires es un caos, una pesadilla de egoísmo y violencia. La casa era del abuelo de Mauro y estaba abandonada desde hacía varios años. Ellos la dejaron hermosa, conservando algunas joyitas como la cocina a leña, algunos muebles de estilo y unos mosaicos de ensueño. “Acá las antigüedades no abundan", explica Agustina, "porque con los grandes terremotos se perdió casi todo, no quedó nada”.

Espero ansiosa el día de volver a Barreal.

Y por cierto, Agustina nos confirmó que efectivamente, la principal fuente de subsistencia de Barreal son los Plan Trabajar.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Tipos de viajero




Atención: los hechos y personajes de la siguiente historia son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.


El europeo sensible
Viaja a América Latina con muchos euros y una valija llena de imaginarios. Quiere bailar tango en Buenos Aires, adentrarse en el desierto boliviano, atravesar una selva guatemalteca a machetazos, perderse en las calles de La Habana y sucumbir en el Amazonas en manos de una tribu caníbal. No tiene noción del tamaño del continente. Pone un pie en el mundo subdesarrollado y tanta decadencia moral (nunca vista en su tierra natal) lo conmueve. Se compra franciscanas y pantalones babucha. Carga todas sus pertenencias en una mochila incomensurable. No se baña. Come poco, se compra un tambor en la feria de artesanías de Plaza Serrano. Se anota como voluntario en un comedor comunitario de La Boca (le pasaron el dato en el hostel: en los comedores comunitarios de La Boca todos los voluntarios son extranjeros; los argentinos ya conviven con la miseria y la exclusión sin que les genere la más mínima preocupación). Cambia el pasaje de avión a El Calafate por un ticket de bus a la Puna. Una vez allí, hace dedo para ir de pueblo en pueblo. Come menos que antes, pero se siente feliz y realizado, no le hace falta nada. Lo maravilla la imponente belleza de los paisajes y la sencillez de las personas. En algún momento comienza la metamorfosis en sentido inverso. Se da cuenta de que ser pobre no está bueno. Vuela a la capital más cercana, hace vida cosmopolita por unos días (visita museos, recorre los highlights de la ciudad, se emborracha) y vuelve a casa sano y salvo, para satisfacción de familia y amigos.




Los contingentes japoneses
Lamentablemente esta categoría incluye a todo viajero que tenga los ojos rasgados y se movilice en enormes contingentes con sofisticadas cámaras de fotos colgadas del cuello, sin distinción entre chinos, coreanos, nipones y otras nacionalidades exóticas que para la ignorancia occidental “son todas iguales”. Existen varias categorías de contingentes japoneses: adultos y jubilados, falsos hippies, y grupos de adolescentes donde los varones son más bien andróginos (usan pantalones chupines, maxi carteras de Louis Vuitton, anteojos de lectura Ray Ban Wayfarer y el pelo lacio volcado sobre la cara), y las chicas se ponen minifaldas escolares, medias por la rodilla, zapatos de taco alto y tienen los celulares llenos de colgantes. Sacan fotos. De todo. Sin distinción. Sin criterio. Si no lo hacen, es como si no estuvieran viajando. Todo lo observan a través de las pantallas de sus cámaras: el goce turístico es directamente proporcional a la cantidad de chatarra informática que acumulan en la memoria de la cámara. Cuando posan para las fotos, sonríen y levantan la mano a la altura de las mejillas, cerrando los dedos sobre la palma y dejando alzados solamente dos: el índice y el mayor. Escuchan atentamente a la guía del contingente. Se mueven en bloque aunque silenciosamente, y ni locos se manejan por fuera del circuito ortodoxo: Venezia es un paseo en góndola, Roma una vuelta al Coliseo, París la vista panorámica desde la cumbre de la Torre Eiffel. Al regreso a sus hogares, después de atormentar a familiares y amigos con un sinfín de fotos y filmaciones por pasillos de iglesias y museos, vuelven a su febril rutina laboral; para algo son potencia che.



El bananero
Generalmente argentino y más que argentino porteño, puede ser también de algún país centroamericano. Viaja a Miami, of course. Lo primero que hace cuando baja del avión es correr a alquilarse uno de esos autos que en su vida podrá manejar por las callecitas de Buenos Aires (porque no le alcanza la plata para comprarlo o porque si lo puede comprar, seguro lo secuestran en la puerta del country por andar con un auto demasiado farolero). Se arremolina en GAP o Banana Republic y compra ropa para varias temporadas: camisas por US$1, ¿cómo resistirse? Come en lugares que se llaman “Tango Grill”, “Churros Manolo”, “Las vacas gordas” o “Baires Grill” (negocios de otros argentinos que cumplieron el sueño bananero: instalarse con éxito en Miami). Si encuentra otros coterráneos, se saludan a los gritos. Visita al delincuente de Cacho Fiore para comprar electrónica a precios módicos, pasea por Wal Mart a la madrugada sólo para experimentar el placer de comprar pasta para waffles a las 4 AM. Se cuida de no tirar un solo papelito a la calle, admirado de lo civilizados que son en este maravilloso país. Se saca fotos con todo auto de alta gama que encuentra por la calle. Coimea a los empleados cubanos de la aerolínea para no pagar el exceso de equipaje, y a los de la aduana en Ezeiza para que les dejen pasar las iPad, los iPod y los iPhone que trajeron para vender en MercadoLibre y amortizar los gastos del viaje. Apenas pone pie en tierra propia suspira resignado, prende un pucho y arroja al piso el celofán de la cajita recién comprada en el Free Shop, mientras mira con desconfianza a toda esa gente que lo vino a recibir y no entiende que Miami es un lugar maravilloso, tan glorioso, barato y maravilloso...



El que compró el tour 25 ciudades en 21 días
Hay lugares del mundo que quedan lejos. Lejísimos. Entonces, para amortizar el pasaje y sacarle el máximo provecho al dinerillo invertido, algunos viajeros compran tours que desafían a Einstein proponiendo revolucionarias formas de redefinir la relación entre tiempo y espacio. Recorren el Museo del Louvre a las patadas. Se empastan contra el cardumen de japoneses que tiraniza la contemplación de La Gioconda (en el apuro, pasan por al lado de La Virgen de las rocas, obra maestra de Leonardo Da Vinci, sin siquiera percatarse). Van al baño cuando el guía da permiso para ir al baño, comen cuando el guía dice que hay que comer y en el restaurante contratando por la agencia de turismo para tal fin. Se la pasan subiendo y bajando de buses turísticos. A la izquierda la puerta de Brandenburgo (click!), a la derecha el Vaticano (click!). Despiertan con sobresaltos en medio de la noche, preguntándose dónde están y cómo llegaron ahí. Se quedan con las ganas de hacer todo lo que no les está permitido hacer para no retrasar al resto del grupo. Invaden tiendas de souvenir comprando algo, cualquier cosa, que les recuerde al regresar a casa que pasaron por esa ciudad. Sacan fotos de obras de arte, monumentos y otras curiosidades que más tarde, una vez de regreso en su casa, no logran evocar qué son. Piensan que vieron pirámides en Rumania, bailaron Zorba en Egipto y temieron la presencia de Vlad III El Empalador (alias Conde Drácula) en Grecia. De regreso a casa, no hacen otra cosa que esperar las próximas vacaciones, para descansar de esta estresante y agotadora experiencia.



El viajero lagarto
El tipo está cansado. Labura todo el año como un burro, llegan las vacaciones y no quiere hacer otra cosa que ponerse culo para arriba al sol en algún montículo de arena, a escasos metros del mar. Según el presupuesto podrá disfrutar de una playa mediterránea paradisíaca, comprará un paquete para ir al Caribe en temporada baja, cambiará pesos por reales o derrapará en cualquier rincón de la costa bonaerense. Arena y mar, el resto da lo mismo. Se levanta temprano y arranca cargando la heladerita: unos packs de cerveza, fiambre, una botellita de agua para hidratarse. Si tiene nivel, pagó un all inclusive en algún pobrísimo pero paradisíaco país caribeño. Ojotas, piluso, protector solar. Un libro de Osho o de Stamateas, una revista de crucigramas (no todo es dencansar, che). Las señoras y señoritas meten panza y arquean la cintura con disimulo, para modelar la silueta. Los ojos de los muchachos fisgonean con avidez, a salvo detrás de los cristales ahumados de un par de anteojos de sol. Dormir y dormitar se convierten en una misma cosa. Los días transcurren idénticos, invariables. Al amanecer, a la playa. Almuerzo temprano. Después de comer: siesta. Leer un rato, caminar por la orilla, siesta para recuperar energías. Cae el sol: ducha y a caminar por “el centro”. Estallan las heladerías y las salas de jueguitos. Antes de dormir, sacude bien las sábanas porque nada lo irrita más que un granito de arena en la cama. El viajero lagarto descansa y descansa. Piensa en los compañeros de trabajo, en la oficina con el aire acondicionado al mango, mientras él chupa los últimos hielitos de una caipirinha. Y se dice a sí mismo, satisfecho: esto es vida. Por lo menos 15 días en 365, entre tanta jarana y sinrazón, hay una recompensa: esto es vida.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Tras la sombra de Borges en Ginebra

Nadie puede elegir dónde nacer; el tandem tiempo-espacio en esa instancia de la existencia está fuera de las posibilidades de elección de cualquier ser humano. Elegir dónde morir, en cambio, puede ser complicado pero al menos es posible. Jorge Luis Borges se dio el gusto de pasar los últimos seis meses de su vida en Ginebra, y además de morir ahí mismo conforme su voluntad.

Borges es un commoditie. Para muchos cronistas será el acento culturoso de su relato: siempre queda fino citar al gran Borges, reconocido por todos pero leído por pocos. Hay una buena excusa para que esta crónica abuse de este lugar común del periodismo vernáculo: lectora compulsiva de sus letras, si hubo una circunstancia en el mundo que me alentó a hacer un alto entre el norte de Italia y París, fue conocer la ciudad que el viejo y sagrado poeta de Buenos Aires (mejor cuentista e insuperable ensayista) eligió para descansar de una vida tan larga, polémica y virtuosa. Como quien busca a John en Abbey Road o la paz espiritual en la India, yo elegí visitar Ginebra para sentirme más cerca del escritor que me obsesionó durante mi adolescencia.

Ginebra no es París: no tiene el glamour de la ciudad que vibra a los pies del Senna. Tampoco es Londres, con sus habitantes un poco chic, un poco cool y un poco respingados, ni es la encantadora Roma o la atrevida y border Berlin. Ginebra tiene una personalidad difícil de encasillar o resumir en pocas palabras. Una personalidad que se escapa un poco.

Lo primero que impacta es su belleza indefinida entre una atmósfera medieval (gris, rocosa, casi áspera) y un encanto de gran ciudad cosmopolita. El lujo de las tiendas de relojes de altísima gama, de los Lamborghini o Ferrari que pasean calmos y silenciosos por la ciudad conviven con un austero aire protestante, sin conflicto ni contradicción.

La belle Genève se repliega sobre sí misma como si nada más en el mundo importara. Surcada por la imponente presencia de Los Alpes, a los pies del Lago Leman se extiende la ciudad que ofrece de todo: parques perfectamente diagramados y conservados (donde se libra una batalla incesante entre cuervos y palomas, en clara desventaja estas últimas), algunos edificios modernos, rincones medievales y la más clásica (y hermosísima) arquitectura francesa.

Espíritu religioso: una forma de vida
El calvinismo es mucho más que un monumento que se erige en el Parque de los Bastiones, en el corazón de la ciudad. Para quien viene (como venía yo) de pasar 10 días en la catoliquísima Italia, recorriendo infinidad de iglesias donde la consigna es “prohibido” (prohibido sacar fotos, prohibido usar minifalda o remeras escotadas, prohibido usar el celular, prohibido, prohibido, prohibido), sorprende el sobrio cartel a la entrada de la Catedral de Ginebra con la frase que reza: “Este es un lugar sagrado. Confiamos en que Ud. sabrá observar su comportamiento”. Ahora entiendo todo.

Habrá sido un positivo contraste para Borges, acostumbrado a la irreverencia latina y a la prepotencia porteña que tanto lo fastidiaban. Los ginebrinos son parcos, sobrios, correctos, pulcros. Un poco antipáticos, quizás altivos. Como el propio Borges. Y así también es la belleza de la ciudad, que durante el día parece una ciudad fantasma por la escasa cantidad de gente transitando de un lugar a otro (pleno empleo, le dicen). Cuando baja el sol (horario de invierno) las calles se convierten en un hervidero de gente de todas las formas, tamaños y colores habidos y por haber, que entran y salen de las tiendas, compran, pasean, conversan, se encuentran y se desencuentran. Sede de gran cantidad de organismos internacionales, Ginebra se muestra tolerante e integradora.


En el Parque de los Bastiones llaman la atención los tableros de ajedrez gigantes que se acumulan bajo los árboles. Hay fichas de tamaño ad hoc para que cualquier pareja de jugadores se anime una partida. Nada más perfecto para el demiurgo de los laberintos, de la biblioteca de Babel, de los juegos de lógica. Y de los poemas sobre el ajedrez, claro.

Casi es posible imaginar a Borges, viejísimo, paseando del brazo de María Kodama por el parque cubierto de nieve, y deteniéndose para presenciar una partida. No, las fichas no se guardan de noche. Sí, quedan a la intemperie y nadie se las roba. Será la severa mirada de Calvino, que observa implacable con sus ojos de roca en el Muro de los Reformadores. Estoy muy lejos de casa. ¿O estoy en casa?

A pesar de su parquedad, los ginebrinos demostraron tener cierto sentido del humor. Por lo menos, cuando de religión se trata. Y si no lo creen, vean nada más este cartel que cuelga en una iglesia protestante:


Tan lejos, tan cerca
Borges tuvo una relación conflictiva con su patria y sus compatriotas. En el fondo, es imposible determinar con rigor científico cuáles fueron las razones que lo llevaron a querer morir y ser enterrado allí. Podemos imaginar avatares que sirvan para narrar a Ginebra en un insignificante blog de viajes, pero nada más.

Me quedará para siempre la duda de por qué el orgulloso, el altivo Borges, prefirió el anonimato de una tumba perdida en el cementerio de Plain-Palais al rimbombante mausoleo que sin dudas le hubieran erigido en la Recoleta o Chacarita. La crítica, el mundillo de los literatos, algunos sectores políticos le habían hecho la vida imposible. Pero el viejo murió consagrado, sabía que le harían los honores de todas formas. Que ya había pasado a la historia de las letras. ¿Por qué irse tan lejos? ¿Será el último desplante, el último laberinto que urdió este Teseo del lenguaje? Me fui hasta Ginebra para averiguarlo, y volví con la sensación de haber visitado una de las ciudades más hermosas de Europa. En cuanto a las respuestas que buscaba: sin puntos arquiméricos a la vista.

Con esta frase de Borges se lo recuerda en una sobria placa conmemorativa, escondida en un callejón de Ginebra. No hay que darle más vueltas, quizás ahí está la clave:

"De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad."