jueves, 18 de noviembre de 2010

Asilo para ancianos

Domingo al mediodía. El pueblo de Famatina, en La Rioja, estaba desierto. Los únicos rastros de presencia humana eran los modestos carteles en todas las casas, colgados de cercos, paredes y puertas: "El Famatina no se vende" o "Minería = Muerte".

Deambulaba sin rumbo y un poco aburrida, para ser sincera. Venía de Chilecito y mi próxima parada era Tinogasta, Catamarca. El pueblo abarca unas pocas cuadras, en media hora se recorren todas sus callecitas. El único lugar donde pude comprobar la existencia de seres humanos fue al pasar por la puerta del asilo para ancianos: un rancho modesto pero digno, a los pies de la montaña. Los abuelos estaban todos tomando sol y aire fresco en un jardín que ocupaba todo el frente. No conversaban entre sí, estaban simplemente sentados, con la vista perdida, los ojitos entrecerrados.

Cuando lo vi me lo imaginé sordo. Con voz firme me acerqué y, mostrándole la cámara, le dije "Abuelo, ¿le puedo sacar una foto?". Masticó alguna palabra (no le entendí) con voz áspera, y se acomodó la boina moviendo la cabeza de abajo hacia arriba, para que yo entendiera que me decía que sí.

martes, 16 de noviembre de 2010

Una desgracia con suerte

Pertenezco a la insufrible secta de personajes que sienten curiosidad por las cosas más variadas: la literatura pre-soviética, el diseño Bauhaus o la fotografía. ¿Por qué no visitar, entonces, el observatorio astronómico que queda en el Parque Nacional El Leoncito?

Había luna llena, pero a pesar del frío helado desbordaba de entusiasmo. Los carteles que debían indicarnme cómo llegar al observatorio eran exasperantes, porque las referencias eran contradictorias. Después de idas, vueltas y marchas atrás, me decidí por una de las dos direcciones posibles y así llegué al Observatorio Astronómico Dr. Carlos U. Cesco. Pero ahí me dijeron que para hacer la visita había que contratar el paquete turístico en una agencia: pagar una fortuna para pasar la noche en las cómodas instalaciones recientemente inauguradas -cena y desayuno incluidos- y por supuesto también mirar por el telescopio. Me dieron un folleto y me despidieron. No, no podía ni siquiera dar una vuelta por ahí ya que los astrónomos estaban en plena faena. ¿Qué me agrió más el humor? ¿Haberme quedado sin la visita al observatorio o comprobar que los parques nacionales de la Argentina son un kiosco que los gobernadores e intendentes le ceden a las agencias de turismo? Me encogí de hombros y me fui.

Fue sólo cuestión de andar un par de kilómetros el camino de regreso, reencontrame con los sospechosos carteles contradictorios y atar cabos: son dos. Dos observatorios adentro del mismo parque, por eso la señalización ambivalente. Ya había caído la noche, pero con alguna esperanza de que me recibieran igual fui al CASLEO. Este observatorio, menos glamoroso que el Cesco, no estaba en mis planes ni había encontrado noticias de su existencia en mis averiguaciones previas sobre qué hacer-a-qué-hora-cuánto-cuesta-vale-la-pena. Para mi sorpresa, me recibió el Astrónomo de la estación, oriundo de La Plata, quien había llegado al observatorio a los 24 años, recién recibido, y que ahora, con 64 pirulos, estaba a punto de jubilarse. Por unos pocos pesos (10 ó 20) me invitó a recorrer las instalaciones, explicándome con pasión en qué consistía el trabajo al que le dedicó toda su vida, cuál era su importancia, por qué San Juan era un punto ideal para perderse en la contemplación del cielo infinito (no importa lo que digan los científicos, esos sofistas y farsantes: cuando alguien lo recorra de punta a punta y regrese para contarla, me voy a creer eso de que el universo es finito).

Corrió la bóveda sólo para mí y mi compañero. Nos hizo ver el ocaso de Venus y los anillos de Júpiter. Nos indicó la fecha precisa en la que un asteroide colisionaría con el planeta tierra, causando la más absoluta destrucción si no fuera porque el incesante trabajo de astrónomos y aficionados permite anticipar y prevenir estos incidentes. Aprendimos que la tarea de todos los observatorios es coordinada desde un ente yanqui, que determina quién investiga qué (típico de ellos creerse la gran cosa, we americans are the greatest nation in the world y arrogarse el derecho de dar órdenes).

Abandonamos la bóveda y su gigantesco telescopio. “Ya casi no se usa este armatoste, con lo que avanzó la tecnología”, me confesó. Su asistente montó un telescopio de módicas proporciones, a la intemperie. Merced a los cachetazos del viento Zonda y la helada cuyana de la noche que ya estaba bien avanzada, mi amigo astrónomo me hizo recorrer las estrellas: la que se estima más joven, la que se estima ya extinta pero que sigue arrojando su luz sobre la tierra, la que le parecía más linda, las constelaciones. Consternados por la invasiva luz de la luna llena sobre cualquier cuerpo celeste que quisiéramos observar, jugué a ponerle al visor del telescopio el filtro UV de la Canon AE1. Mi guía estaba maravillado: nunca se le había ocurrido combatir la luna llena con un simple filtro de fotografía; 40 años en el observatorio y todavía aprendía cosas nuevas.

Me preguntó dónde me hospedaba: en lo de Don Lisandro. Entre risas me contó que don Lisandro en cuestión, el mismo que habitó la casa que su nieto Mauro restauró y donde esa noche iba a dormir, fue una figura destacada para el CASLEO y el parque El Leoncito. Calingasta es un pañuelo.

Respondió todas mis preguntas con entusiasmo, perdió la noción del tiempo que estaba invirtiendo en darme la vuelta al perro por el orbe, a los dos gatos locos que se acercaron como quien ve luz y sube. A pesar de la dificultad que impone el aislamiento de su profesión, la vida en medio del monte, las condiciones climáticas extremas, la soledad, era la extraordinaria caracterización de un hombre feliz y realizado. Que siga vendiendo el Observatorio Cesco su paquete turístico; suerte la de aquellos que gracias a la desgracia de no poder visitarlo terminan por encontrarse con un personaje como el fantástico Astrónomo del CASLEO.

jueves, 11 de noviembre de 2010

En un pasillo del Louvre


¿La Virgen de las rocas? ¿La emocionante (yo lloré al recorrerla) galería que guarda los Géricault y los Delacroix; La Libertad guiando al Pueblo? ¿Algún Rembrandt o los esclavos de Michelangelo Buonarotti, acaso? No señor. El jovencito asiático, que visitó el Musée du Louvre porque ¿quién puede pasar por Paris sin visitarlo, aunque me importe tres cuernos eso que el canon vigente acuerda en llamar arte digno de verse?, encontró que la micropantalla de su cámara digital podía proporcionarle placeres mucho más voluptuosos que la contemplación de las cientos de miles de obras y reliquias que se exhiben en el museo. Un japonés menos en la muralla humana que rodea a La Gioconda... ¡albricias!

domingo, 7 de noviembre de 2010

Viaje a las entrañas de la milonga: 2x4 para locales y visitantes

Buenos Aires podría ser una petite Paris sudaca. Una caminata distraída por Roque Sáenz Peña o Callao, con el cuello incómodamente plegado hacia atrás y la vista apuntando hacia arriba, revela bellísimas cúpulas o balcones que se parecen demasiado a las fachadas que enamoran al viajero en sus paseos por el Boulevard Haussmann, en el corazón de la ciudad de la luz. Palermo quiere ser el SoHo (cualquier SoHo, el de New York o el de Londres). Puerto Madero reclama a gritos su lugar entre las capitales pujantes y exitosas, como tantas otras urbes modernas, con sus altísimos edificios vidriados y sofisticados, erguidos a los pies de un charco de agua.

Aunque sea difícil de identificar para quienes vivimos, amamos, odiamos y padecemos Buenos Aires, hay mucho para ver y hacer en esta ciudad. El circuito turístico tradicional incluye paseos por la Recoleta, una cena en Puerto Madero, el sábado a la tarde en Plaza Serrano, el domingo La Boca y San Telmo. Algo tan interesante para un porteño como para un romano visitar el Coliseo (me imagino a los escolares italianos de paseo por el monumento, arrojándose improvisados proyectiles, masticando con la boca llena y en resumen atendiendo otros motivos que hacen de la jornada extra escolar algo mucho más interesante que el mismísimo Coliseo). No es sino a través de un esfuerzo titánico, y en contadas ocasiones, que logramos aplicar un cacho de extrañamiento para relacionarnos con nuestro propio entorno, para verlo con ojos vírgenes de localismos y descubrir cuánto hay de fascinante en lo que nos es habitual pero que se nos escapa en el día a día.

Toda esta cháchara es un exordio para hablar sobre aquello que me parece más propio de Buenos Aires, eso que a estas alturas de la quimera conocida como globalización ya existe en muchas otras partes del mundo, pero que es acá y sólo acá donde florece en su máxima primavera: me refiero al tango, el commoditie del turismo local.

Existe una masa crítica de gringos, latinoamericanos, europeos de todos los colores y asiáticos que llegan hasta Buenos Aires fascinados por el encanto de esta misteriosa música y su baile. Se internan en un conventillo cool y durante uno, dos, seis meses o lo que fuera (así de sabática es la vida en otros países) dedican las 24 horas del día a perfeccionar sus cortes y quebradas. Invierten una fortuna en los estudios de baile, sacan abonos o pases libres y toman una clase, después otra, después otra, tango electrónico, milonga con traspié, yoga para bailarines; alquilan una sala de ensayo y le pagan a un bailarín consagrado USD 150 la hora para absorber su técnica, su cadencia, su espíritu. Van a bailar todas las noches, los martes hacen pool entre El Beso y Porteño y Bailarín, los viernes y sábados arrancan aquí o allá para aterrizar después de las 3:30 am en La Viruta. Los más exquisitos van al Sunderland, los que quieren arrabal, al Club Fulgor de Villa Crespo.


Pero el tango forma parte de la porteñidad a tal punto que no es necesario ser un fanático de la causa para estar de viaje por Buenos Aires y querer mamar un poquito de 2x4. Es como viajar a Berlin y no visitar lo que queda del muro, como ir al Calafate y no conocer el Perito Moreno. Por mi oscuro pasado arrabalero siempre me consultan a dónde puede ir un turista para ver un show de tango. Este último fin de semana, por ejemplo, un amigo de un amigo de mi hermana tenía que asesorar a alguien que andaba de paso por Buenos Aires, y me pidió referencias de una archi conocida casa de tango. Lo corrí con mi costado más aguafiestas.

El show de tango es, ante todo, un asalto a mano armada: el chiste le cuesta al viajero un promedio de USD 100. Pero eso no es lo peor: al final del espectáculo los gringos no habrán visto del tango más que su cliché, su forma más estereotipada y kitsch. Cantantes platinadas con guantes de encaje y corset de raso a lo Mademoiselle Ivonne que imitan (mal) a la tana Rinaldi, electrizando al auditorio con un perturbador vibrato perfora tímpanos. Cantan Balada para un Loco y El día que me quieras, sin excepción. Parejas de bailarines que arriesgan su vida en cada pirueta, performando una coreografía milimétricamente ensayada más cercana a la gimnasia que al baile, eso que mi maestro Lalo -cuando me enseñó a bailar hace más de 15 años- llamaba “tango for export”. Entonces, decía, cuando me piden referencias de tal o cual show de tango arremeto con un contundente “si quieren ver tango que vayan a una milonga”. Es el mejor negocio: entrada $20, consumición a partir de $8, ver a una multitud hipnotizada bailando al compás de una orquesta en vivo un martes a la madrugada en un salón de Palermo, el Bajo Flores o Villa Crespo, no tiene precio.


Milonga del CC Lola Mora

A mí misma, con los años que llevo de milonga, todavía me produce un fascinante efecto de extrañamiento cada vez que voy. Escuchar los compases desde la calle, cuando estoy llegando. En la puerta, dos o tres mujeres fumando vestidas con los estilos más variados (babuchas hippies o atrevidos soleros, jeans, mini shorts), pero calzadas religiosamente con zapatos de taco aguja. Adentro, el prodigio: la música, los bailarines y la pista.

Milonga del CC Lola Mora

Ellas sentadas, de piernas cruzadas paseando los ojos por todo el salón. Ellos -algunos- de pie, cirulando por la pista, buscando aquellos ojos impacientes para hacer contacto visual y cabecear mientras los labios pronuncian sin emitir sonido la contraseña del ritual: ¿bailás? Ella asiente con la cabeza, se levanta con parsimonia, se acomoda la ropa y camina hacia la pista. Desde la otra punta él va a su encuentro. No se conocen, pero no hace falta: se miran, sonríen, se abrazan. Ella apoya su sien sobre la de su compañero, entrecierra los ojos. Él le indica desde el abrazo lo que ella tiene que hacer con su cuerpo: caminar hacia adelante, hacia atrás, cruzar, pivotear. Improvisan. Él cuida que no haya contacto con las otras parejas que están en la pista. Ella se deja conducir dócilmente; tensa el abrazo cuando necesita más tiempo para hacer un adorno con sus pies. Él la espera, la deja lucirse. Entre tango y tango, mientras dura la tanda, intercambian algunas palabras: cómo te llamás, siempre venís a bailar acá, sos de Buenos Aires, lo típico. Retoman el abrazo, vuelven a lo suyo. Segundos después de que los últimos compases del tema que cierra la tanda resuenan en el salón, desarman lentamente el abrazo apretado de la pose en la que los sorprendió el chan chan. Otra sonrisa. Muchas gracias, le dice ella. Un placer, responde él. Caminan juntos hasta la mesa de ella, una última mirada cómplice, fin del romance. Ya empieza a sonar la próxima tanda; él vuelve a recorrer la pista buscando otros ojos, ella vuelve a ofrecer su mirada a quien guste invitarla a bailar.

Que sigan yendo los gringos a gastar sus euros y sus dólares en una cena show. Y los porteños están sobreaviso. El tango, che, el tango es otra cosa.