El asunto es que había más de una New York.
Estaba por un lado la de mi imaginación, por el otro la verdadera (estas dos no coincidieron en lo más mínimo); y estaba también la New York que yo visité algunos años antes de aterrizar por primera vez en los estados unidos, cuando recorría otros países, otras ciudades, y estaba sin saberlo conociendo lugares que coincidían con el identikit que mi imaginación había hecho de New York.
En retrospectiva, Berlín o Londres acabaron siendo todo lo que yo había sospechado de New York: un acontecer artístico y cultural desaforado; originalidad y vértigo, muchas capas por encima y por debajo de lo que se supone que le gusta o le interesa a todo el mundo. Ciudades donde hay búsquedas, inquietudes, deseo; donde hay pequeños y secretos lugares en los que suceden cosas impensadas, inesperadas e inclasificables.
En fin, todo aquello que la Gran Manzana, en su esforzada y fingida singularidad, no es ni será nunca.