Lima, Santiago, las metrópolis brasileras. Hasta Montevideo o La Paz. Pero no conozco a nadie, A NADIE, que haya elegido a Asunción del Paraguay para pasar aunque más no sea unas cortas vacaciones.
Asunción del Paraguay es una de esas ciudades que jamás se
me habría ocurrido visitar. Ni siquiera
en esos momentos de desesperación en los que uno se desvive por subir a un
avión, tocar tierra en una ciudad completamente ignota, y busca opciones
cercanas o de bajo presupuesto porque no tiene tiempo ni plata para programas
más sofisticados. Para visitar un lugar desconocido basta con
tomar un colectivo cualquiera en nuestra propia ciudad, uno que jamás tomamos,
o subir a un tren cualquiera y bajar en una estación cualquiera. Pero viajar,
para la inmensa mayoría de los mortales y por alguna inexplicable razón, es
otra cosa.
Nunca jamás hubiera viajado a Asunción a no
ser porque motivos inesperados me
subieron a un avión con destino a la gran ciudad paraguaya. En el viaje desde el
aeropuerto de Asunción hasta el hotel donde me hospedaron fui memorizando
(inútilmente) calles y lugares sobre los que querría volver más tarde. Me
impresionó el aire campechano de la capital. Había estado 10 ó 12 años atrás en
un pueblito del norte del país, Itá (“Oh… mi bella ciudad de Itá… jamás te voy a olvidar”. A los que aseguran que en la red de redes se encuentra todo, los desafío a encontrar un audio del Himno de Itá).
No recordaba nada de aquel lugar y muy poco del viaje, salvo
algunos detalles imprecisos y presumiblemente inexactos retocados por la fuerza
normalizadora y tranquilizadora de la imaginación, que da forma a la memoria
para que siempre encontremos lo que vamos a buscar cuando hurgamos el pasado.
Sin embargo, con el correr de las horas aquel primer día en Asunción en mi segunda visita al Paraguay, me
fui tropezando con algunos recuerdos de la primera: el calor agobiante (quizás
no tanto, ¿cómo podría estar segura, si entre vivencia y recuerdo tengo que
recorrer una década?); la tierra roja que salpicaba mis zapatillas de cuero
blancas; pícaros contrapuntos entre sonrisas, frases en guaraní y miradas
descaradas.
Justo cuando escribía sobre el aire campechano que se
respira en Asunción, mientras identificaba las razones que apuntalaban ese
argumento, pensaba en los colectivos y sucedieron varias cosas simultáneamente:
el proyecto de pasarme el día fotografiando los colectivos de la ciudad,
reconocer que esos colectivos eran en gran parte responsables de mi percepción
sobre la ciudad, y en avalancha unos recuerdos bien nítidos de mi viaje a Itá:
teníamos la tarde libre (suena a que éramos algo así como atletas olímpicos o
un contingente de jubilados, pero no: éramos un coro de jóvenes que asistía a
un festival de coros, y mientras escribo esto siguen atropellándome los
recuerdos: un tinglado, más tierra roja, los muchachones del coro borrachos
adrede porque total era Paraguay, no Hamburgo o Berlín o Wolfenbütell como en
el ´98, Debussy o Kodaly que no salían y la directora del coro enfurecida murmurando entre dientes “no
tiremos margaritas a los chanchos”), y en esa tarde libre con un grupito
hicimos una excursión a un shopping, porque la bella ciudad Itá tenía su shopping. Recuerdo subir a un colectivo completamente
desvencijado aunque limpio, muy digno, la memoria o los condicionamientos
cinematográficos sugieren que un pasajero llevaba consigo un animal (¿una
gallina?), no entendíamos cómo sacar boleto (creo que al fin no lo sacamos) y
la mirada entre el horror y el desconcierto de los pasajeros y del propio
chofer. Nos observaban como si ellos estuvieran desnudos y nosotros vestidos con
ropas demasiado lujosas o extravagantes (éramos un puñado de adolescentes del conurbano,
algunos vivíamos en calle de tierra, pero aun así); se apretaron en un silencio
incómodo, parecía que se jugaban algo muy valioso con cualquier sonido que se
les escapara. Recuerdo el espectáculo que ofrecía la ventanilla, el costado del
camino: tierra roja y algún arbusto, ninguna señal de urbanización. Me acuerdo del shopping: una construcción más o menos en medio de la nada (insisto: no sé
si recuerdo o si me lo estoy inventando ahora), negocios que vendían mercadería
trucha, casi una feria; poquísima gente.
Entre el minúsculo e ignoto pueblito de Itá y Asunción del Paraguay es como si
no hubiera contraste. Ni siquiera en esos 10 ó 12 años que mediaron entre mi
visita al pueblo y a la capital parecía que hubiera cambiado algo. Los colectivos ocupaban el centro de mi reflexión y de las comparaciones. Tanto
pensé en ellos y los observé que al final me di cuenta: son exactamente
los mismos colectivos que circulaban por Buenos Aires en los '90, panes lactales de chatarra desvencijada; como si un empresario argentino los hubiera vendido al
Paraguay y allá los estuvieran usando hasta el día de hoy, 20 años después,
cuando en aquel entonces ya estaban reventados y obsoletos. Coloridos pero
cubiertos de una gruesa capa de polvo, grasa y humo, fileteados con frases en
guaraní.
Sábado a la noche
Todo en Asunción es el reflejo engañoso de algo distinto. Lo que se pretende cool erra con ingenuidad infantil, interpreta mal los códigos de lo que considera
el modelo a imitar (el de los ricos y famosos, el de siempre). Así, por
ejemplo, un vistazo a la “zona de bares” de la ciudad sorprende por lo
exacerbado, hay algo forzado: sospechosamente parecido al ambiente de la principal de cualquier balneario
de la costa bonaerense en una noche de verano, en plena temporada. La gente
paseándose como si algo extraordinario estuviera por suceder, algo grande,
emocionante. Mucho pullover encima de los hombros y pelo planchado. Pero no encaja, se nota el simulacro: la música estruendosa (aquí
también desorienta el código, un tecno espantoso que se cree a sí mismo muy
moderno), la forma de vestir y de caminar. Quiere ser
sofisticado y relajado, pero a cambio es otra cosa, inclasificable. La verdadera
diversión, sin dudas, no está en aquel lugar (la gente que me paseaba creía que para mí, la joda, sí estaría ahí... Ese es el falso espejo). Pregunté si había bailantas
pero no logré hacerme entender, los paraguayos que me acompañaban no sabían
qué eran bailantas y terminamos departiendo sobre los significados en guaraní
de Mbareté y Mburukujá. Tomamos helado en Freddo y volvimos al hotel (que no se
interprete despectivamente; lo pasamos bárbaro. Lo mismo la noche siguiente, a
no ser por el actorzucho patético que no podía parar de hablar de sí mismo y de
mostrar fotos suyas y de contar y explicar cómo hacía para encarnar a sus
personajes y lo importante que se sentía porque trabajaba con Arnaldo André).
Entre el buen gusto y el mal gusto lo único que media es el
criterio condicionado por la versión socialmente disponible
sobre lo bello, lo cool, lo
sofisticado. Con anteojeras porteñas, en Asunción todo parece berreta o contrahecho. Pero eso, sorpresivamente, lo convierte en un destino con cierto encanto, en términos un poco bizarros.
No tuve oportunidad de sacar una sola foto. Imaginé proyectos
y en varias oportunidades tuve la convicción de pasar frente a situaciones que serían
excelentes tomas (hileras paralelas de puestos de lustrabotas en una plaza céntrica, un
mercado colorido y ruidoso, algún rostro con un relato especial, un graffiti).
Es probable que, después de esta no-visita (teniendo en cuenta que
apenas pude conocer nada más que el camino del Hotel Guaraní Splendor al Centro
Paraguayo-Japonés), ofertas de vuelos mediante, Asunción podría ser un destino al que vale la pena volver.