jueves, 23 de septiembre de 2010

Crónica del encuentro de un paraíso perdido en Cuyo

Cuando anuncié que me iba de viaje por tiempo indeterminado, en auto, a recorrer un poco la Argentina, quienes conforman mi anoréxico entorno social se sintieron en la obligación de expresar opiniones y recomendaciones sobre los lugares que debía visitar. También apelé al aparato turístico de las provincias que me quedaban de camino desde Buenos Aires a Santiago de Chile, y después de Mendoza hasta la Puna, que era lo único de seguro que había en mi itinerario. Me dieron mapas, folletos y bendiciones. Con todo eso salí a la ruta.

Así fue que boyé de fiasco en fiasco -en líneas generales- por lugares que se suponía serían alucinantes: paisajes que enamoran a los turistas de todos los ángulos del orbe, rincones donde el público local se atrinchera durante las vacaciones disfrutando actividades de todos los colores, pero que a mis ojos se presentaban inodoros, insípidos e incoloros. Hasta que llegué a Calingasta.


Desde que partí de la ciudad de San Juan todo salió mal. Por alguna razón que se me antojaba esotérica, el GPS se obstinaba en señalar que a Calingasta se llegaba por una ruta que en el mapa de papel no figuraba. Después de dedicarle al asunto algunos instantes de reflexión ya sobre la autopista, desempaté con los carteles que indicaban el camino en armonía con el GPS: “Calingasta (flecha indicando la dirección hacia la que nos dirigíamos)”. El paisaje mejoraba considerablemente conforme me alejaba de la ciudad, pero la ruta mutaba de asfalto a ripio y de ripio a consolidado. 70 km después, el cartel “ruta sin salida” y la inconfundible barrera de rayitas amarillas y negras cerrando el paso. Unos baquianos me avisaron que esa ruta estaba cerrada hacía 4 años, y contando. Me pidieron un aventón, así que volvimos en patota por el mismo camino hasta mi punto de partida, donde ellos se bajaron, y desde ahí apagué el GPS y me confié de los carteles para hacer un nuevo itinerario.

Pasado el mediodía llegué a Barreal, un típico pueblito cuyano de no más de 3 mil habitantes. Lo primero que me sorprendió fue el trajín en la calle, siendo casi la hora de la siesta.¿Abundancia de planes sociales?

Fui derechito para lo de Don Lisandro, la casa de Mauro y Agustina devenida en hospedaje residencial, que me había recomendado mi proveedor de rollos de fotos. Ahí bajé los bártulos de pacotilla que usaba para no tener que andar cargando y descargando las valijas en todas las paradas, y corrí “al centro” a buscar caras interesantes para fotografiar. Pero la siesta ya era reina y señora en el pueblo, yen la calle no había más que algún perro faldero desorientado desandando con abulia la única calle del pueblo.

Patio de Don Lisandro, empapado de otoño

Pasé solamente dos noches en Barreal. Este es el tipo de estupideces en las que uno, misteriosamente, no puede dejar de incurrir. Viajaba sin reservas, sin pasajes, sin horarios. Barreal era uno de los primeros lugares verdaderamente hermosos que encontraba después de casi tres semanas de viaje. Y sin embargo me fui a los dos días tal como había calculado en un primer momento, como si hubiera un plan original imposible de violar, un mandato incuestionable.

Pero en dos días se pueden hacer muchas cosas. A 32 km de Don Lisandro está el Parque Nacional El Leoncito. El paisaje es inefable: no vale la pena tratar de describirlo ni explicarlo con imágenes. Lo que ven los ojos no es traducible a lo que pueden codificar instrumentos tan imperfectos como una cámara de fotos o el lenguaje.


La pampa del Leoncito (una planicie inmensa de arena fosilizada), la cordillera de Los Andes coronada por El Mercedario -el cerro más alto después de El Aconcagua-, el desierto y el monte. El Parque Nacional El Leoncito no sólo ofrece paisajes para caerse de culo; además -por lo menos al cierre de esta edición- la entrada es gratis. La entrada, el área de acampe y el uso de las parrillitas; todo gratis. ¡Y se nota que los guardaparques laburan! Esto es toda una rareza en el circuito de parques nacionales de la Argentina.

En este parque el viajero no está obligado a comprar onerosos paseos turísticos a la agencia de turno, como ocurre casi sin excepción, sino que hay varios senderos trazados y claramente señalizados. Uno apto para jubilados y criaturas, que consiste básicamente en dar la vuelta al perro, avistar un par de zorritos y llegar hasta una modesta cascada. El otro, mucho más interesante, está calculado en 3 horas. Propone una caminata por el monte y ascenso al cerro más alto del parque.


Antes de partir, carteles, folletos y el propio guardaparques advierten la correcta forma de proceder en el probable caso de que un puma se cruce en el camino. Si no volvía en 4 horas salían a buscarme. Sus perros, acaso presintiendo que podrían ligar alguna feta de mortadela como propina, me acompañaron todo el trayecto. Para alguien con mi absoluta falta de estado físico el paseo resultó exigido pero accesible. Y las vistas definitivamente valen la pena.

Los lugareños se acostumbran tímidamente al turismo, con reticencias. Como si todavía no les quedara claro qué viene a ver toda esa gente ahí. Como dice Julio Florencio, “cuanto más pertenecemos a una ciudad, menos la vivimos”. La ventaja es que el pueblo todavía no pierde su aura: puertas con cerraduras que languidecen en desuso, pertenencias desparramadas en patios y verandas sin temor a ser abducidas por manos criminales, siestas, baquianos a caballo, una calle principal y al fondo, donde termina, otra calle de tierra que serpentea debajo de las pesadas copas de árboles que forman fila al costado del camino.

Mauro y Agustina viajan con frecuencia a Uspallata para visitar a la familia y hacer compras (el mercadito de Barreal y la estación de servicio abusan de la falta de competencia, parece). Les llegan noticias de que Buenos Aires es un caos, una pesadilla de egoísmo y violencia. La casa era del abuelo de Mauro y estaba abandonada desde hacía varios años. Ellos la dejaron hermosa, conservando algunas joyitas como la cocina a leña, algunos muebles de estilo y unos mosaicos de ensueño. “Acá las antigüedades no abundan", explica Agustina, "porque con los grandes terremotos se perdió casi todo, no quedó nada”.

Espero ansiosa el día de volver a Barreal.

Y por cierto, Agustina nos confirmó que efectivamente, la principal fuente de subsistencia de Barreal son los Plan Trabajar.

2 comentarios:

  1. Bueno, muy interesante, pero y los precios para pernoctar y pasar unos días para argentino medio para bajo, cuanto????

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  2. son mentiras!!! la casa no es del abuelo de Mauro, que es el Ingeniero Jose Augusto Lopez, la casa era de mi Abuelo que es DON LISANDRO LOZADA

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