miércoles, 18 de agosto de 2010

Venecia, la ciudad museo

Apenas empieza a despejarse la neblina que cada mañana absorbe a la ciudad en una atmósfera de cuentos. Los turistas japoneses no paran de sacarse fotos a los pies del Gran Canal, acosados por una multitud de palomas y gaviotas. De repente, todo queda en silencio. Las miradas de los presentes se alargan con curiosidad para observar al cortejo de góndolas que se abre paso a través del agua. Es un cortejo fúnebre. Y el muerto que están velando no es otro que la propia Venecia.

Crónica de una muerte anunciada
Desde 1966 a esta parte, la población de Venecia se redujo a la mitad. No es fácil vivir saltando charquitos, remando para llegar de un lugar a otro, cruzando puentes por una ciudad de diagramación imposible, donde todo queda lejos, trasmano y es inevitable perderse. Además, existe la amenaza constante de la marea que avanza, lenta pero inexorable: especialmente en primavera, el aqua alta puede provocar inundaciones con más de 1 metro de agua.

Y como la inundación es el más grave de los problemas de la ciudad, su presupuesto se destina a combatirla: no quedan recursos para financiar el mantenimiento de las 100 Iglesias que hacen el patrimonio histórico de Venecia. Los campanarios centenarios se agrietan como el techo de una casa vieja, el agua de la lluvia se filtra por las cúpulas, no hay un centavo de euro siquiera para comprar una alfombra y cuidar mosaicos que han sido testigos del devenir histórico.

Entonces, los venecianos eligen el exilio. La ciudad es cada vez menos una ciudad y, cada vez más, un museo.

“El salón más bello de Europa”
Así bautizó Napoleón Bonaparte al centro de Venecia por excelencia, la Piazza San Marco, vértice de la vida cortesana de las islas durante siglos. Abundan las palomas garroneras, los bares centenarios (como el Caffè Florian o el Gran Caffè Quadri, donde tomar un café puede convertirse en la experiencia más cara pero más chic de tu vida) y la presencia del contundente Palacio Ducal, la Biblioteca Marciana, la Basílica San Marco y su majestuoso Campanile. Sí señor, todo junto. Así es Venecia, hiperbólica: todo, mucho, siempre.

Las fachadas venecianas son el más fiel reflejo de la intensa historia de la ciudad. Por su ubicación estratégica a los pies del Adriático, durante siglos todo el comercio entre Oriente y Occidente pasó por sus puertos. Paseando distraídamente es posible imaginar el pulso de la ciudad en aquellos tiempos, los marinos, las prostitutas, los cortesanos, los artistas… todos juntos y revueltos. Unos toques bizantinos acá, un estilo renascentista por allá, más acá unas pinceladas de ambiciosa arquitectura napoleónica. El pegadizo pero imposible dialecto de los venecianos también le pasa factura a este intercambio cultural milenario.

Todos a bordo
El aquelarre arquitectónico de la Piazza San Marco llega hasta los pies del Gran Canal, un abismo de agua en forma de “S” que atraviesa a la ciudad de una punta a la otra. Los que quieran ir un paso más allá tienen varias opciones, con precios convenientes para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Los gondolieri sonríen seductoramente, guiñan un ojo y disparan frases bien estudiadas en diferentes idiomas, hasta que olfatean que los entendiste. “¿Un paseo, señorita?”, recitan en español con incofundible acento veneciano. Pero más vale regatear el precio: de entrada piden unos 50 euros por un paseo de 15 minutos. Los japoneses, entre otros turistas que se encuentran favorecidos por el cambio, pagan entusiasmados y sin chistar. Van de a dos o tres por góndola, en un contingente compuesto de varias embarcaciones, inconfundibles en su actitud gregaria. Pero cualquier pelagatos que  esté dispuesto a negociar simulando desinterés puede sacar el paseo por la módica suma de 30 euros.

También están las lanchas-taxi, opción que no es barata ni tampoco es pintoresca. Por mucho menos es posible viajar en el Vaporetto, el bondi veneciano por excelencia: un barquito de dimensiones considerables que se detiene cada 200 metros para subir y bajar pasajeros. A modo de city-tour al alcance de cualquier presupuesto, el Vaporetto es ideal para los que van a Venezia de excursión por un día y quieren ver un poco de todo pero nada en particular (vale la pena aclarar que la abrumadora mayoría de viajeros que recibe Venecia llegan a la ciudad para pasar el día, y después se van).

Por lo que cuesta el boleto (un puñadito miserable de euros) se pueden apreciar el Ponte di Rialto, los palazzi (un poco hundidos en el agua o peligrosamente inclinados sobre un costado, dramáticos en su decadencia), islas variopintas y otras atracciones que todas las guías turísticas señalan como imperdibles.

A pie y sin brújula
A mí Venecia no me gustó mucho, pero tengo que reconocer que Dolina acierta cuando dice que los malos recuerdos mejoran con el tiempo. Llegué de mal humor, barruntando furiosa contra el aqua alta, el frío, lo temprano que me había tenido que levantar y la cara de paciente de proctología de los venecianos. Hay que entenderlos: el turista es un incordio. Pero bueno, no es que ellos vivan de la exportación de trufas o la producción de software, ¿no? Viven, vale decir, del turismo.

Pero hay una Venecia que vale la pena recorrer. Y ese recorrido no incluye necesariamente museos, palacios, islas donde la gente sopla y hace caballos de vidrio que dejan boquiabiertas a las chicas del gimnasio cuando las exhibimos en la repisa del baño, o paseos repletos de tienditas de souvenirs. Una de las mejores formas de apreciar la verdadera Venecia, esa que todavía lleva un vida independiente de toda actividad turística, es caminando. Y sin mapa. Aunque los mapas no sirven para nada en las callecitas angostas y laberínticas, con paredes altas y multicolores o de ladrillo pelado. En Venecia perderse no es una catástrofe; es un punto de partida.

Callecita veneciana

Hay una ciudad ignorada casi siempre por los viajeros ortodoxos. El juego es así: cuando llegás a una encrucijada tenés que agarrar por la calle menos transitada. Ahí es donde late la auténtica vida veneciana, donde la gente vive como vive cualquier cristo en otras partes del mundo: se levanta temprano, va a trabajar, lava la ropa, hace las compras para la cena, toma fresco en el balcón o en la vereda.

Por estos caminos el agua de los canales es más cristalina y los puentes cuentan historias. Como el Ponte delle Tette (al que sólo es posible llegar vagando sin rumbo y por casualidad) cuyo nombre sugiere que ahí mismo, un par de siglos atrás, las trabajadoras del oficio más antiguo del mundo ofrecían sus servicios exhibiendo sus exquisitos atributos a los hombres que surcaban las aguas, sedientos de satisfacción y de sífilis.

Callecita veneciana

Afortunadamente la desorientación no dura para siempre. Hasta en los rincones más alejados del centro la señalización indica el camino de regreso. Puede ser errática o confusa, pero todos los caminos conducen al Ponte di Rialto. No hay nada que temer.

Durante dos milenios este simpático conjunto de islas resistió invasiones, ataques, guerras y disputas políticas. Parece imposible que el peligro de su extinción sea inminente. Pero si su destino es perecer, eso sólo la hace más atractiva. A soñar con visitar Venezia, entonces. Antes de que nos tape el agua.

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