jueves, 8 de agosto de 2013

EXISTE

El paraíso existe, pero queda trasmano.

Hay que volar a Sao Paulo y hacer una escala para después volar a Salvador.

Hay que pasar la noche en Salvador en un hotelito de escaleras imposibles ubicado en el Pelourinho, cenar fritanga de pescado. Tomar incontables caipirinhas.

Levantarse temprano y andar por tierra 1 hora.

Subir a un ferry, viajar por agua un par de horas.

Bajar del ferry y seguir por tierra una, dos, tres, cuatro, cinco horas, por un camino de poblaciones miserables, rutas mal asfaltadas y paisajes de esos que no dan ganas de fotografiar. Llegar a un puerto.

Tomar una lancha, previa negociación con los pícaros que están al acecho de turistas. Viajar hora y media serruchando un cielo que al rato se aburre de amagar y por fin se viene abajo en un chaparrón inesperadamente helado.

Poner un pie en tierra y empezar a entender cómo es la cosa. Media hora más en taxi, después de preguntar por todos lados dónde y cómo conseguir un taxi para ir al Repouso do Guerreiro. Así, sin dirección ni coordenadas. Subir al auto y confiar.

Y llegar. Al paraíso.



sábado, 22 de junio de 2013

AQUÍ NO ES

El asunto es que había más de una New York.

Estaba por un lado la de mi imaginación, por el otro la verdadera (estas dos no coincidieron en lo más mínimo); y estaba también la New York que yo visité algunos años antes de aterrizar por primera vez en los estados unidos, cuando recorría otros países, otras ciudades, y estaba sin saberlo conociendo lugares que coincidían con el identikit que mi imaginación había hecho de New York.

En retrospectiva, Berlín o Londres acabaron siendo todo lo que yo había sospechado de New York: un acontecer artístico y cultural desaforado; originalidad y vértigo, muchas capas por encima y por debajo de lo que se supone que le gusta o le interesa a todo el mundo. Ciudades donde hay búsquedas, inquietudes, deseo; donde hay pequeños y secretos lugares en los que suceden cosas impensadas, inesperadas e inclasificables.

En fin, todo aquello que la Gran Manzana, en su esforzada y fingida singularidad, no es ni será nunca.





miércoles, 19 de septiembre de 2012

No hay fotos de Asunción



Lima, Santiago, las metrópolis brasileras. Hasta Montevideo o La Paz. Pero no conozco a nadie, A NADIE, que haya elegido a Asunción del Paraguay para pasar aunque más no sea unas cortas vacaciones. 

Asunción del Paraguay es una de esas ciudades que jamás se me habría ocurrido visitar. Ni siquiera en esos momentos de desesperación en los que uno se desvive por subir a un avión, tocar tierra en una ciudad completamente ignota, y busca opciones cercanas o de bajo presupuesto porque no tiene tiempo ni plata para programas más sofisticados. Para visitar un lugar desconocido basta con tomar un colectivo cualquiera en nuestra propia ciudad, uno que jamás tomamos, o subir a un tren cualquiera y bajar en una estación cualquiera. Pero viajar, para la inmensa mayoría de los mortales y por alguna inexplicable razón, es otra cosa.

Nunca jamás hubiera viajado a Asunción a no ser porque motivos inesperados me subieron a un avión con destino a la gran ciudad paraguaya. En el viaje desde el aeropuerto de Asunción hasta el hotel donde me hospedaron fui memorizando (inútilmente) calles y lugares sobre los que querría volver más tarde. Me impresionó el aire campechano de la capital. Había estado 10 ó 12 años atrás en un pueblito del norte del país, Itá (“Oh… mi bella ciudad de  Itá… jamás te voy a olvidar”. A los que aseguran que en la red de redes se encuentra todo, los desafío a encontrar un audio del Himno de Itá).

No recordaba nada de aquel lugar y muy poco del viaje, salvo algunos detalles imprecisos y presumiblemente inexactos retocados por la fuerza normalizadora y tranquilizadora de la imaginación, que da forma a la memoria para que siempre encontremos lo que vamos a buscar cuando hurgamos el pasado. Sin embargo, con el correr de las horas aquel primer día en Asunción en mi segunda visita al Paraguay, me fui tropezando con algunos recuerdos de la primera: el calor agobiante (quizás no tanto, ¿cómo podría estar segura, si entre vivencia y recuerdo tengo que recorrer una década?); la tierra roja que salpicaba mis zapatillas de cuero blancas; pícaros contrapuntos entre sonrisas, frases en guaraní y miradas descaradas.

Justo cuando escribía sobre el aire campechano que se respira en Asunción, mientras identificaba las razones que apuntalaban ese argumento, pensaba en los colectivos y sucedieron varias cosas simultáneamente: el proyecto de pasarme el día fotografiando los colectivos de la ciudad, reconocer que esos colectivos eran en gran parte responsables de mi percepción sobre la ciudad, y en avalancha unos recuerdos bien nítidos de mi viaje a Itá: teníamos la tarde libre (suena a que éramos algo así como atletas olímpicos o un contingente de jubilados, pero no: éramos un coro de jóvenes que asistía a un festival de coros, y mientras escribo esto siguen atropellándome los recuerdos: un tinglado, más tierra roja, los muchachones del coro borrachos adrede porque total era Paraguay, no Hamburgo o Berlín o Wolfenbütell como en el ´98, Debussy o Kodaly que no salían y la directora del coro enfurecida murmurando entre dientes “no tiremos margaritas a los chanchos”), y en esa tarde libre con un grupito hicimos una excursión a un shopping, porque la bella ciudad Itá tenía su shopping. Recuerdo subir a un colectivo completamente desvencijado aunque limpio, muy digno, la memoria o los condicionamientos cinematográficos sugieren que un pasajero llevaba consigo un animal (¿una gallina?), no entendíamos cómo sacar boleto (creo que al fin no lo sacamos) y la mirada entre el horror y el desconcierto de los pasajeros y del propio chofer. Nos observaban como si ellos estuvieran desnudos y nosotros vestidos con ropas demasiado lujosas o extravagantes (éramos un puñado de adolescentes del conurbano, algunos vivíamos en calle de tierra, pero aun así); se apretaron en un silencio incómodo, parecía que se jugaban algo muy valioso con cualquier sonido que se les escapara. Recuerdo el espectáculo que ofrecía la ventanilla, el costado del camino: tierra roja y algún arbusto, ninguna señal de urbanización. Me acuerdo del shopping: una construcción más o menos en medio de la nada (insisto: no sé si recuerdo o si me lo estoy inventando ahora), negocios que vendían mercadería trucha, casi una feria; poquísima gente.

Entre el minúsculo e ignoto pueblito de Itá y Asunción del Paraguay es como si no hubiera contraste. Ni siquiera en esos 10 ó 12 años que mediaron entre mi visita al pueblo y a la capital parecía que hubiera cambiado algo. Los colectivos ocupaban el centro de mi reflexión y de las comparaciones. Tanto pensé en ellos y los observé que al final me di cuenta: son exactamente los mismos colectivos que circulaban por Buenos Aires en los '90, panes lactales de chatarra desvencijada; como si un empresario argentino los hubiera vendido al Paraguay y allá los estuvieran usando hasta el día de hoy, 20 años después, cuando en aquel entonces ya estaban reventados y obsoletos. Coloridos pero cubiertos de una gruesa capa de polvo, grasa y humo, fileteados con frases en guaraní.

Sábado a la noche
Todo en Asunción es el reflejo engañoso de algo distinto. Lo que se pretende cool erra con ingenuidad infantil, interpreta mal los códigos de lo que considera el modelo a imitar (el de los ricos y famosos, el de siempre). Así, por ejemplo, un vistazo a la “zona de bares” de la ciudad sorprende por lo exacerbado, hay algo forzado: sospechosamente parecido al ambiente de la principal de cualquier balneario de la costa bonaerense en una noche de verano, en plena temporada. La gente paseándose como si algo extraordinario estuviera por suceder, algo grande, emocionante. Mucho pullover encima de los hombros y pelo planchado. Pero no encaja, se nota el simulacro: la música estruendosa (aquí también desorienta el código, un tecno espantoso que se cree a sí mismo muy moderno), la forma de vestir y de caminar. Quiere ser sofisticado y relajado, pero a cambio es otra cosa, inclasificable. La verdadera diversión, sin dudas, no está en aquel lugar (la gente que me paseaba creía que para mí, la joda, sí estaría ahí... Ese es el falso espejo). Pregunté si había bailantas pero no logré hacerme entender, los paraguayos que me acompañaban no sabían qué eran bailantas y terminamos departiendo sobre los significados en guaraní de Mbareté y Mburukujá. Tomamos helado en Freddo y volvimos al hotel (que no se interprete despectivamente; lo pasamos bárbaro. Lo mismo la noche siguiente, a no ser por el actorzucho patético que no podía parar de hablar de sí mismo y de mostrar fotos suyas y de contar y explicar cómo hacía para encarnar a sus personajes y lo importante que se sentía porque trabajaba con Arnaldo André).

Entre el buen gusto y el mal gusto lo único que media es el criterio condicionado por la versión socialmente disponible sobre lo bello, lo cool, lo sofisticado. Con anteojeras porteñas, en Asunción todo parece berreta o contrahecho. Pero eso, sorpresivamente, lo convierte en un destino con cierto encanto, en términos un poco bizarros.

No tuve oportunidad de sacar una sola foto. Imaginé proyectos y en varias oportunidades tuve la convicción de pasar frente a situaciones que serían excelentes tomas (hileras paralelas de puestos de lustrabotas en una plaza céntrica, un mercado colorido y ruidoso, algún rostro con un relato especial, un graffiti). Es probable que, después de esta no-visita (teniendo en cuenta que apenas pude conocer nada más que el camino del Hotel Guaraní Splendor al Centro Paraguayo-Japonés), ofertas de vuelos mediante, Asunción podría ser un destino al que vale la pena volver.

miércoles, 13 de julio de 2011

¿Sola? No, con mi cámara de fotos

Un día me fui a Colonia del Sacramento. No hablé con nadie. Anduve en dirección opuesta a los montones de turistas que visitan diariamente la ciudad. Caminé por calles distintas de las que recorrí las otras veces que fui. Pensé en ese monstruo, la distancia, en ese otro monstruo, el tiempo, y en el peor de todos: el miedo. El miedo, que somos nosotros mismos. Saqué fotos. Y nada más.

Amigas





¿Cuánta distancia?


El verdulero con su gurí








Paso a paso. Te encuentro a mitad de camino.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Asilo para ancianos

Domingo al mediodía. El pueblo de Famatina, en La Rioja, estaba desierto. Los únicos rastros de presencia humana eran los modestos carteles en todas las casas, colgados de cercos, paredes y puertas: "El Famatina no se vende" o "Minería = Muerte".

Deambulaba sin rumbo y un poco aburrida, para ser sincera. Venía de Chilecito y mi próxima parada era Tinogasta, Catamarca. El pueblo abarca unas pocas cuadras, en media hora se recorren todas sus callecitas. El único lugar donde pude comprobar la existencia de seres humanos fue al pasar por la puerta del asilo para ancianos: un rancho modesto pero digno, a los pies de la montaña. Los abuelos estaban todos tomando sol y aire fresco en un jardín que ocupaba todo el frente. No conversaban entre sí, estaban simplemente sentados, con la vista perdida, los ojitos entrecerrados.

Cuando lo vi me lo imaginé sordo. Con voz firme me acerqué y, mostrándole la cámara, le dije "Abuelo, ¿le puedo sacar una foto?". Masticó alguna palabra (no le entendí) con voz áspera, y se acomodó la boina moviendo la cabeza de abajo hacia arriba, para que yo entendiera que me decía que sí.

martes, 16 de noviembre de 2010

Una desgracia con suerte

Pertenezco a la insufrible secta de personajes que sienten curiosidad por las cosas más variadas: la literatura pre-soviética, el diseño Bauhaus o la fotografía. ¿Por qué no visitar, entonces, el observatorio astronómico que queda en el Parque Nacional El Leoncito?

Había luna llena, pero a pesar del frío helado desbordaba de entusiasmo. Los carteles que debían indicarnme cómo llegar al observatorio eran exasperantes, porque las referencias eran contradictorias. Después de idas, vueltas y marchas atrás, me decidí por una de las dos direcciones posibles y así llegué al Observatorio Astronómico Dr. Carlos U. Cesco. Pero ahí me dijeron que para hacer la visita había que contratar el paquete turístico en una agencia: pagar una fortuna para pasar la noche en las cómodas instalaciones recientemente inauguradas -cena y desayuno incluidos- y por supuesto también mirar por el telescopio. Me dieron un folleto y me despidieron. No, no podía ni siquiera dar una vuelta por ahí ya que los astrónomos estaban en plena faena. ¿Qué me agrió más el humor? ¿Haberme quedado sin la visita al observatorio o comprobar que los parques nacionales de la Argentina son un kiosco que los gobernadores e intendentes le ceden a las agencias de turismo? Me encogí de hombros y me fui.

Fue sólo cuestión de andar un par de kilómetros el camino de regreso, reencontrame con los sospechosos carteles contradictorios y atar cabos: son dos. Dos observatorios adentro del mismo parque, por eso la señalización ambivalente. Ya había caído la noche, pero con alguna esperanza de que me recibieran igual fui al CASLEO. Este observatorio, menos glamoroso que el Cesco, no estaba en mis planes ni había encontrado noticias de su existencia en mis averiguaciones previas sobre qué hacer-a-qué-hora-cuánto-cuesta-vale-la-pena. Para mi sorpresa, me recibió el Astrónomo de la estación, oriundo de La Plata, quien había llegado al observatorio a los 24 años, recién recibido, y que ahora, con 64 pirulos, estaba a punto de jubilarse. Por unos pocos pesos (10 ó 20) me invitó a recorrer las instalaciones, explicándome con pasión en qué consistía el trabajo al que le dedicó toda su vida, cuál era su importancia, por qué San Juan era un punto ideal para perderse en la contemplación del cielo infinito (no importa lo que digan los científicos, esos sofistas y farsantes: cuando alguien lo recorra de punta a punta y regrese para contarla, me voy a creer eso de que el universo es finito).

Corrió la bóveda sólo para mí y mi compañero. Nos hizo ver el ocaso de Venus y los anillos de Júpiter. Nos indicó la fecha precisa en la que un asteroide colisionaría con el planeta tierra, causando la más absoluta destrucción si no fuera porque el incesante trabajo de astrónomos y aficionados permite anticipar y prevenir estos incidentes. Aprendimos que la tarea de todos los observatorios es coordinada desde un ente yanqui, que determina quién investiga qué (típico de ellos creerse la gran cosa, we americans are the greatest nation in the world y arrogarse el derecho de dar órdenes).

Abandonamos la bóveda y su gigantesco telescopio. “Ya casi no se usa este armatoste, con lo que avanzó la tecnología”, me confesó. Su asistente montó un telescopio de módicas proporciones, a la intemperie. Merced a los cachetazos del viento Zonda y la helada cuyana de la noche que ya estaba bien avanzada, mi amigo astrónomo me hizo recorrer las estrellas: la que se estima más joven, la que se estima ya extinta pero que sigue arrojando su luz sobre la tierra, la que le parecía más linda, las constelaciones. Consternados por la invasiva luz de la luna llena sobre cualquier cuerpo celeste que quisiéramos observar, jugué a ponerle al visor del telescopio el filtro UV de la Canon AE1. Mi guía estaba maravillado: nunca se le había ocurrido combatir la luna llena con un simple filtro de fotografía; 40 años en el observatorio y todavía aprendía cosas nuevas.

Me preguntó dónde me hospedaba: en lo de Don Lisandro. Entre risas me contó que don Lisandro en cuestión, el mismo que habitó la casa que su nieto Mauro restauró y donde esa noche iba a dormir, fue una figura destacada para el CASLEO y el parque El Leoncito. Calingasta es un pañuelo.

Respondió todas mis preguntas con entusiasmo, perdió la noción del tiempo que estaba invirtiendo en darme la vuelta al perro por el orbe, a los dos gatos locos que se acercaron como quien ve luz y sube. A pesar de la dificultad que impone el aislamiento de su profesión, la vida en medio del monte, las condiciones climáticas extremas, la soledad, era la extraordinaria caracterización de un hombre feliz y realizado. Que siga vendiendo el Observatorio Cesco su paquete turístico; suerte la de aquellos que gracias a la desgracia de no poder visitarlo terminan por encontrarse con un personaje como el fantástico Astrónomo del CASLEO.