domingo, 24 de octubre de 2010

Delirium Tremens en Bruselas

El médico me lo advirtió: tu hígado está muy mal. Nada de alcohol, nada de chocolate, nada de fritos ni grasas. Fue en la víspera de un viaje a países europeos de estirpe cervecera. ¿Cómo pasar por Berlín, por Praga, Bruselas, y no abarrotarme con los maravillosos brebajes autóctonos? ¿Y el codillo de cerdo, el goulash, las salchichas con sauerkraut (no sean brutos, vayan a Alemania y pidan chucrut a ver si alguien los entiende)?

Lo que en Argentina se conoce como cerveza no es otra cosa que un líquido insípido y aguachento: es decir, no es cerveza. La base de la preparación de esta bebida consiste en la fermentación de algún cereal, que puede ser por ejemplo trigo o cebada. La industria cervecera argentina, muy poco preocupada por asuntos como las recetas tradicionales, el sabor, la textura y la calidad de su producto, alentada por la gran masa de consumidores que se entregan sin pretensiones al inconfundible sabor de una Quilmes, usan el cereal más barato: arroz. Pero ni siquiera un arroz de buena calidad (perfumado y sabroso) como usan los fabricantes asiáticos, sino el viejo y conocido arroz que se vende para mezclar con el alimento balanceado que comen las mascotas. Así es que las cervezas industriales locales casi no tienen color, no hablemos de aroma ni mucho menos sabor: no tienen gusto a nada.

Bélgica, por el contrario, tiene una tradición cervecera milenaria. El mito dice que uno puede pasar un año completo allí y probar cada día una cerveza distinta, sin repetir jamás: rubias, negras, rojas, dulces, amargas, frutales, las que se toman frías, las que se toman a temperatura ambiente, las de Navidad, con diferentes tipos de fermentación, y la lista sigue, inabarcable.

Floris (cerveza frutal) y de fondo, una de Navidad, en la barra del Délirium Café

Un buen tour cervecero en la bella y gris Bruselas empieza y termina en el Délirium Café, un antro único en el orbe donde la carta de cervezas es tan larga y emocionante como una novela de Thomas Mann. Y un detallito que lo hace todavía más especial: es el único lugar donde la misteriosa Delirium Tremens se sirve tirada. Es de público conocimiento que para la elaboración de cerveza se usan microscópicas cantidades de lúpulo, una hierba de la familia de los Cannabis. Pero cuenta la leyenda de la Delirium Tremens que hay una pizquita demás de lúpulo en la cerveza que producen para expedir en este barcito de Bruselas. Así es que los buenos bebedores que se exponen al consumo repetido de la Delirium Tremens alegan arrebatarse con carcajadas injustificadas que le vienen de no saben dónde ni con qué razón, entre otros síntomas como sensación de paz espiritual y visiones de elefantes rosas suspendidos en el éter.

Yo no vi elefantes rosas (como otros viajeros que me han prestado testimonio) pero doy fe de que en la gris Bruselas, bajo una llovizna ininterrumpida y tras tediosas visitas a sus alrededores (Brujas, Gante, Amberes), supe reírme a más no poder -hasta llorar, hasta babearme; hasta quedarme sin aire y que me duelan el estómago y las mejillas- por naderías. Estoy convencida de que sin la porfiada acumulación de Delirum Tremens en mi organismo esto no hubiera sido posible.

Es justo aclarar que esta cerveza no es el único atractivo del Délirium Café, aunque una buena noche de jarana gastronómica bien puede empezar al grito de une Delirium s'il vous plaît. Se recomienda sentarse en la barra e investigar la carta para elegir entre su exótica e insólita oferta de brebajes: cervezas ácidas, amargas, trapenses (realizadas según la técnica de los monasterios y claustros religiosos), frutales (cereza, frutilla, durazno, ¡cactus!), y las de Navidad. Mientras de este lado del hemisferio, océano de por medio, nos atiborramos de vitel toné, ensalada rusa y sidra de los niños, en países como Bélgica se elaboran cervezas especiales para esa época del año. Suelen ser especiadas, tienen una alta dosis de alcohol (probé una de 11,6°) y se sirven a una temperatura entre 10° y 12°C, apropiada para las heladas noches de invierno en aquellas latitudes.

Otro bar que vale la pena visitar, y que queda muy cerca del Délirium Café (ideal para jugar un ping pong humanoide que permita ir y venir de uno al otro repetidas veces a lo largo de la madrugada, cruzando a saltos la Grand Place), es A La Mort Subite. En uno suena la música al palo, hay mucha gente joven y barmans cubiertos de tatuajes; el otro reúne grupos más familiares, personajes solitarios, atienden mozos de camisa y moño corbatín. A la Mort Subite no tiene tantos grifos, pero vale la pena probar la Pêche que tiran ahí.

Old school
Además de entrar a cuanto bar de cervezas aparezca en el camino, el tour cervecero por Bruselas se completa en la Brasserie Cantillon, a poco más de media hora de viaje del centro de la ciudad. Es el lugar perfecto para los nostálgicos compulsivos, para los que suspiran frente a las pruebas irrefutables de la extinción del trabajo artesanal, para los que valoran las cosas buenas que son buenas porque no había apuro, porque lo importante era hacer las cosas bien, y ganar plata es tan prioritario como ofrecer un producto de la más alta calidad. Desde 1900 la familia Cantillon-Van Roy mantiene la tradición de fabricar cerveza artesanal posta, usando hasta el día de hoy los mismos procesos y maquinarias que usaban hace más de 100 años . Se trata de la última cervecería tradicional que sobrevive en Bruselas.

El secreto de la cerveza de Cantillon es la fermentación espontánea. No hay aditivos, acelerantes ni agregados artificiales. Las levaduras trabajan a su ritmo y concienzudamente: no son inoculadas de forma artificial; Bruselas tiene una atmósfera como pocos lugares en el mundo, donde las levaduras se generan naturalmente en el ambiente. La caldera gigante que cocina el maremagnum con el que se elabora la cerveza no tiene tapa, y recibe del aire aquello que el aire quiera y pueda darle. Además, todos los ingredientes son naturales (los cereales, por ejemplo, son orgánicos) y cada paso en la elaboración se produce espontáneamente.

"El tiempo no respeta lo que se hace sin él"

Por unos pocos euros es posible recorrer la cervecería-museo, conversar con sus dueños (no una promotora, empleado o vendedor) y probar las fantásticas variedades que elabora Cantillon: Lambic, Gueuze, Faro y Kriek. No vale la pena abundar en adjetivos -siempre insuficientes e inexactos- para explicar algo inenarrable, basta decir una cosa: la diferencia con cualquier otro tipo de cerveza es un abismo. La primera copita es un salto al vacío, y eso que la heredera de la Brasserie anticipa el impacto: “va a parecer que no están tomando cerveza; es que estamos tan acostumbrados a los procesos industriales que ya no reconocemos su verdadero sabor”. Más bien parece sidra; pero no, no sería como una sidra, aunque es algo dulce, pero mucho más ácida; son las levaduras de la fermentación espontánea, una delicia, ¿otra copa?, de la Kriek, sí, la de cereza, qué delicia, las burbujas de gas son finísimas, hacen cosquillas en el paladar, ¿y esa mermelada?, ¿la hacen con cerveza?, sí, gracias, otra copa por favor.

Ejemplares de Cantillon

En Cantillon explican que elaborar una cerveza respetando el tiempo natural de cada proceso lleva 3 años. La inmensa mayoría de las cervecerías, apremiadas por la vorágine del negocio y la necesidad de facturar, producen miles de litros cada día. No es el ocaso sino la absoluta noche del trabajo artesanal, la victoria definitiva del plug&play y la vertiginosa aceleración de los procesos productivos. La búsqueda de calidad, la valoración del esfuerzo que implica obtener esta calidad, es apenas un reducto para nostálgicos y excéntricos.

Una advertencia, más vale tarde que nunca: una vez que uno prueba este tipo de cervezas no hay vuelta atrás. Regresar a la Argentina es portar para siempre una tristeza sensorial infinita; los sentidos se cierran como animales de caparazón ante la sola idea de sorber la espuma de una Isenbek o destapar una Stella Artois. Pero claro, esta fragilidad sólo hace que el acto de trasponer la puerta del Délirium Café, de elegir mesa en A La Mort Subite y pedir una Pêche, de recalar en cualquier bar en cualquier esquina de Bruselas, tenga el encanto de lo irrepetible. Como dice Borges: “que exista el cielo, aunque nuestro lugar sea el infierno”; bienaventurados aquellos que puedan recorrer las instalaciones del empíreo, aunque fuera tan sólo una vez en su vida.

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