lunes, 18 de octubre de 2010

Medianoche en Catamarca

Estamos en el rancho de Antonio, en Belén. Antonio tiene unos cincuenta años; nació y vivió en Palermo hasta que se cansó del aire corrupto de la gran ciudad. Un buen día decidió abandonar Buenos Aires y se instaló acá, en esta ciudad del noroeste argentino que, para el recalcitrante urbanocentrismo porteño, es minúscula y recóndita. Se casó con una catamarqueña y tiene 5 hijitos catamarqueños, un perro y dos gatos. Gentilmente nos abrió las puertas de su casa para que desensillemos ahí dos o tres noches, antes de seguir viaje hacia Antofagasta de la Sierra (viaje que finalmente jamás haríamos, porque no logramos resolver la logística que nos debía trasladar a través de cientos de kilómetros en ruta de ripio y caminos sin señalizar para llegar a este mentado paraíso).

Es pasada la medianoche y un gallo desvelado, confundido, un gallo chino a contramano del huso horario de estas latitudes, no deja de cantar como si fuera el momento de anunciar la salida del sol. Hace un frío de morirse, afuera cae una nevada suave. Dormimos en camas separadas, no tenemos siquiera el consuelo del calor que se contagian los cuerpos humanos cuando están en contacto. Tengo puestas medias térmicas, pantalón de mi piyama más grueso, camiseta y pullover de lana. Me echo encima una, dos mantas de las que fabrica artesanalmente Antonio -entre otros tejidos- junto con su familia, para vender a los turistas. Acerco la estufa de cuarzo a mi cama, la habitación es muy precaria comparada con las comodidades a las que estamos mal acostumbrados: techos altísimos de chapa, una puerta totalmente desvencijada que cerramos con cadena y candado para que el perro no se meta a masticar nuestras pertenencias en la impunidad de la madrugada. La casa no tiene calefacción, pero la charla con Antonio y su familia después de la cena ayudó a templar el espíritu. La Pepa, la más conversadora de los vástagos de Antonio, nos hizo matar de risa con sus juegos y ocurrencias. Mañana a primera hora pasa el lechero: es un hombre del pueblo que tiene unas 10 vacas, las ordeña cada mañana y sale a vender leche fresca a los vecinos de Belén, puerta a puerta. Esta leche no tiene Lactobacillus GG, ni L Casei Defensis, ni es ultrapasteurizada con más o menos de cien millones de bacterias por centímetro cúbico. De la vaca a la boca, así de simple. La probé después de cenar. Es fabulosa, tiene gusto, textura, consistencia. No sé qué tomamos cuando compramos leche envasada en el supermercado. Creo que alguien nos está engrupiendo.

Pienso en estas cosas, recostada en mi cama, para despistarme del frío. Me voy a dormir. Un traguito de licor de vino para terminar de calentar el cuerpo, y hasta mañana.

Me distrajo del sueño un ruido como de estampida de búfalos. La oscuridad era total excepto por la estufa de cuarzo, que a fuerza de intentar en vano calentar el ambiente desprendía un halo de luz que resistía la negrura apretada de la habitación. Parecía que en el techo se hubiera congregado una ronda de íncubos y súcubos para celebrar la lujuria universal. La pobre puerta de la habitación, lindera con el patio, se sacudía con tal violencia que el candado y la cadena -de acero- se golpeaban entre sí haciendo un ruido infernal. El techo de chapas parecía una marimba luciferina, azotada con violencia de un lado al otro por un percusionista rabioso. Las paredes vibraban, vulnerables al descontrol exterior. Yo no podía trascender las fronteras de ese limbo donde queda suspendida nuestra consciencia cuando no podemos terminar de despertar, por lo que la escena se me antojaba pesadillesca, siniestra. Algo pavoroso estaba ocurriendo afuera y en cualquier momento penetraría nuestro refugio: no estábamos a salvo. A pesar del peligro inminente, en algún momento el escándalo se transfiguró imperceptiblemente en un canto tribal arrullador, que me adormiló hasta devolverme al sueño por completo.

Cuando desperté todo estaba en su lugar; ni rastros de las turbulencias de la madrugada. Busqué la llave del candado, lo abrí, corrí la cadena y moví la puerta de lugar. Me encandiló el sol de las 7 y pico que iluminaba de refilón el patio. Usé la mano como visera sobre la frente, para protegerme los ojos, y entonces vi el desastre: madejas de lana (materia prima del trabajo artesanal de Antonio y su familia) desparramadas en el piso de tierra -me recordaban mechones de pelo muy largo, arrancados desde la raíz desgarrando el cuero cabelludo-, ramas y plantas amputadas esparcidas por toda partes; Vicente y la Pepa jugando con el perro, dándonos los buenos días con una mirada despreocupada y sonrientes.

La Pepa y Vicente

Antonio nos recibió en la cocina con un vaso de leche caliente (recién ordeñada) y tostadas. Él tomaba mate y le tiraba pedacitos de pan al gato, que comía con felicidad felina.

- ¿Han podido descansar? Menuda tormenta de viento tuvimos anoche.

Tormenta de viento. ¿Tormenta de viento? Parecía más bien el fin del mundo. Tomé de a sorbitos mi leche recién ordeñada, cremosa y un poco agria. Por lo general tengo el sueño ligero, sólo muy de vez en cuando ocurre que ni los vientos huracanados de la Puna logran arrancarme completamente de las fauces de Morfeo. Me quedo en trance y en ese trance, realidad y materia onírica se fusionan en una amalgama delirante. Unté mermelada casera en mi tostada. Deambulamos por Belén todo el día. La noche siguiente dormí de corrido, apaciblemente.

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