lunes, 27 de septiembre de 2010

A 20 minutos en tranvía desde el centro de Praga

Hay lugares a los que ningún viajero llegaría si no fuera porque un personaje local, conocedor de los secretos de su ciudad, lo lleva de paseo. Pienso en Buenos Aires: la mayoría de los turistas paga una pequeña fortuna para ir a ver un show de tango que resultará más bien un ejercicio de karatekas suicidas, compitiendo para ver quién está más cerca de romperse la cabeza en alguna pirueta de alto riesgo. Por su parte, los músicos y la orquesta entonarán con intenso melodrama esos tangos archiconocidos y aburridísimos, que ya conforman un ineludible cliché de la porteñidad en la cosmogonía gringa. Sin embargo, los locales sabemos que el tango es otra cosa y que para vivirlo no hace falta pagar 100 dólares la consumición y el derecho a espectáculo.

Esto mismo me ocurrió en Praga: una de las mejores experiencias que me deparó la ciudad hubiera sido imposible si no me la hubiera inducido Max, el filósofo cervecero. Max es un argentino felizmente instalado en las afueras de Praga: casa checa, esposa checa, hija checa, trabajo checo. Pero lo que resulta más interesante para esta crónica es su afición por el elixir de Bohemia: la cerveza. Los caminos del buen vivir me pusieron en contacto con Max a través de su blog, un espacio virtual desde el cual se dedica a comentar sus experiencias en materia cervecera. No contento con disfrutar del mero hecho de beber por beber, hace ya varios años que empezó a interiorizarse más y más en asuntos como ingredientes, procesos de producción y materias primas, y llegó así a amarrocar un saber envidiable en la materia, reconocido por los maestros cerveceros de República Checa y alrededores.

Así es que mi visita a Praga no podía estar completa sin pasar una tarde con nuestro compatriota. Me buscó por la puerta del hotel, le di algunas cervgezas argentinas que traía por encargo, y me invitó a tomar el tranvía para ir a almorzar. Esa tarde, él era mi guía.

Viajar en tranvía ya es de por sí una experiencia pintoresca para cualquier viajero de nuestros pagos. Buenos Aires supo ser la cité des tramways a fines del siglo XIX, por su incomparable relación entre cantidad de habitantes y kilómetros de vías: ninguna ciudad en el mundo le hacía sombra. Hasta que una mente brillante, en 1961, decidió eliminarlos por decreto. Esta triste historia tranviística se me traduce en una nostalgia que me impulsa, durante mis viajes, a observar con cariño los simpáticos vagones electrificados que recorren orgullosos las ciudades europeas.

Sacar el boleto no fue tarea sencilla, y la verdad es que no estoy segura si finalmente lo hice. Las máquinas expendedoras que estaban en la parada no funcionaban (ni hablar de la barrera idiomática), pero Max me tranquilizó diciendo que todo el mundo viajaba colado, no había de qué preocuparse. Ya en el camino íbamos como chanchos, conversando como si nos conociéramos de toda la vida, contando anécdotas de Praga y de Buenos Aires, de Palermo y de Hradčany.

Después de hacer unas 15 cuadras ya estábamos en otra Praga, una muy distinta de aquella invadida por hordas de turistas y negocios de souvenir de la mafia rusa. 20 minutos después bajábamos en una callecita desierta. Hacía un frío inmoral, nevaba; era pasado el mediodía y el hambre empezaba a estorbar. Max dio algunas vueltas, buscando de memoria el lugar que había elegido para el almuerzo: u Bansethů, un restaurant familiar que fabrica su propia cerveza. Ya era tarde y no podían ofrecernos mucha variedad en el menú, pero el cerdo con hongos guisados y rodajas de pan estaba glorioso, y las cervezas (roja, rubia y negra: probamos una de cada una) ratificaron por qué la ultra industrializada Staropramen es conocida como “la Quilmes checa”. Sin embargo, lo mejor estaba por venir.

El invierno bohemio es solidario con los espíritus etílicos: gracias al frío, el cuerpo consume a toda velocidad el alcohol ingerido. Entonces, siempre hay margen para seguir tomando, máxime si uno aterriza en el insospechado Hospoda al que me llevó Max.

Una anónima puerta de calle con un cartelito de papel pegado al frente, escrito a mano. Y en checo, ya que a 20 minutos de tranvía desde el centro de la ciudad se terminan las amabilidades lingüísticas: no hay turistas en este circuito. Cruzando la puerta, un pasillo lúgubre que conduce a un multiple choice de puertas y pasadizos. Nuestro camino era el descenso, la escalera que bajaba y bajaba, y mientras más bajábamos, más fuerte escuchábamos el runrún de una música metalera. Hasta que una gruesa cortina de terciopelo negro me desconcertó una vez más: ¿qué hago en un barrio desierto de Praga, con un desconocido, a punto de ingresar a un sótano oscuro donde suena heavy metal a las 4 de la tarde, al la hora de la siesta un día de semana? Pero ese sótano resultó ser el Paraíso: Zlý Časy, 16 grifos de cervezas artesanales que el dueño del bar selecciona meticulosamente en cada una de sus recorridas por pequeñas cervecerías de distintas regiones de Europa.

Ante la barrera lingüística, me entregué por entero a la voluntad de Max, quien fue calurosamente recibido por el dueño del bar. Así nos enteramos de que estaba recién llegado de viaje, con mercadería que quería que nuestro filósofo cervecero degustara antes de ofrecer a la fiel clientela. Todos los grifos parecían tentadores pero por algún lado había que empezar: cerveza de trigo saborizada con miel de castaños, que sería la primera de unas cuantas. Max probó una de las nuevas adquisiciones de la barra: Tambor. Tras darle un largo y concienzudo primer trago al oscuro brebaje, nuestro filósofo volcó cuerpo y cabeza hacia atrás, suspendiéndose por varios segundos, y regresó con espuma en el bigote y la mirada en éxtasis, susurrando para sí “increíble cerveza”. Después una cerveza de trigo sin filtrar, tan apoteótica como las otras que comenzaron a circular sin control por nuestra mesa.

Y así continuamos por varias horas: probamos cervezas negras, rojas y rubias; repetimos la de trigo filtrado, y cuando me invadió la angustia borracha porque era mi última tarde en Praga y quién sabe si alguna vez regresaría a la ciudad, empecé a pedir compulsivamente la cerveza saborizada con miel de castaños en un esfuerzo inútil por retenerla para siempre en mi paladar y mi memoria. Cada uno de estos manjares fue prolijamente servido y presentado, las cervezas de trigo en vasos altísimos y curvilíneos, las negras en chopps o copones, las más dulces en pequeños vasitos; y lo más importante: el acontecimiento degustatorio estuvo acompañado de una charla irrepetible, de esas que sólo pueden darse entre dos extraños que se conocieron a través de Internet, océano de por medio, y que un buen día, por única vez en sus existencias, comparten una tarde de cervezas, recuerdos, anécdotas y anhelos. Nos despedimos con un cálido abrazo como de viejos y queridos amigos, con la esperanza de volver a encontrarnos alguna vez en el Paraíso, que es el Hospoda que queda a 20 minutos en tranvía desde el centro de Praga.

1 comentario:

  1. Buena nota! Vivo en Praga y no tenia idea de este sitio!! Definitivamente lo ire checar. Aficionado como soy a las cerveza y aun mas de micro cervecerias. Na Zdravi :)

    ResponderEliminar