domingo, 7 de noviembre de 2010

Viaje a las entrañas de la milonga: 2x4 para locales y visitantes

Buenos Aires podría ser una petite Paris sudaca. Una caminata distraída por Roque Sáenz Peña o Callao, con el cuello incómodamente plegado hacia atrás y la vista apuntando hacia arriba, revela bellísimas cúpulas o balcones que se parecen demasiado a las fachadas que enamoran al viajero en sus paseos por el Boulevard Haussmann, en el corazón de la ciudad de la luz. Palermo quiere ser el SoHo (cualquier SoHo, el de New York o el de Londres). Puerto Madero reclama a gritos su lugar entre las capitales pujantes y exitosas, como tantas otras urbes modernas, con sus altísimos edificios vidriados y sofisticados, erguidos a los pies de un charco de agua.

Aunque sea difícil de identificar para quienes vivimos, amamos, odiamos y padecemos Buenos Aires, hay mucho para ver y hacer en esta ciudad. El circuito turístico tradicional incluye paseos por la Recoleta, una cena en Puerto Madero, el sábado a la tarde en Plaza Serrano, el domingo La Boca y San Telmo. Algo tan interesante para un porteño como para un romano visitar el Coliseo (me imagino a los escolares italianos de paseo por el monumento, arrojándose improvisados proyectiles, masticando con la boca llena y en resumen atendiendo otros motivos que hacen de la jornada extra escolar algo mucho más interesante que el mismísimo Coliseo). No es sino a través de un esfuerzo titánico, y en contadas ocasiones, que logramos aplicar un cacho de extrañamiento para relacionarnos con nuestro propio entorno, para verlo con ojos vírgenes de localismos y descubrir cuánto hay de fascinante en lo que nos es habitual pero que se nos escapa en el día a día.

Toda esta cháchara es un exordio para hablar sobre aquello que me parece más propio de Buenos Aires, eso que a estas alturas de la quimera conocida como globalización ya existe en muchas otras partes del mundo, pero que es acá y sólo acá donde florece en su máxima primavera: me refiero al tango, el commoditie del turismo local.

Existe una masa crítica de gringos, latinoamericanos, europeos de todos los colores y asiáticos que llegan hasta Buenos Aires fascinados por el encanto de esta misteriosa música y su baile. Se internan en un conventillo cool y durante uno, dos, seis meses o lo que fuera (así de sabática es la vida en otros países) dedican las 24 horas del día a perfeccionar sus cortes y quebradas. Invierten una fortuna en los estudios de baile, sacan abonos o pases libres y toman una clase, después otra, después otra, tango electrónico, milonga con traspié, yoga para bailarines; alquilan una sala de ensayo y le pagan a un bailarín consagrado USD 150 la hora para absorber su técnica, su cadencia, su espíritu. Van a bailar todas las noches, los martes hacen pool entre El Beso y Porteño y Bailarín, los viernes y sábados arrancan aquí o allá para aterrizar después de las 3:30 am en La Viruta. Los más exquisitos van al Sunderland, los que quieren arrabal, al Club Fulgor de Villa Crespo.


Pero el tango forma parte de la porteñidad a tal punto que no es necesario ser un fanático de la causa para estar de viaje por Buenos Aires y querer mamar un poquito de 2x4. Es como viajar a Berlin y no visitar lo que queda del muro, como ir al Calafate y no conocer el Perito Moreno. Por mi oscuro pasado arrabalero siempre me consultan a dónde puede ir un turista para ver un show de tango. Este último fin de semana, por ejemplo, un amigo de un amigo de mi hermana tenía que asesorar a alguien que andaba de paso por Buenos Aires, y me pidió referencias de una archi conocida casa de tango. Lo corrí con mi costado más aguafiestas.

El show de tango es, ante todo, un asalto a mano armada: el chiste le cuesta al viajero un promedio de USD 100. Pero eso no es lo peor: al final del espectáculo los gringos no habrán visto del tango más que su cliché, su forma más estereotipada y kitsch. Cantantes platinadas con guantes de encaje y corset de raso a lo Mademoiselle Ivonne que imitan (mal) a la tana Rinaldi, electrizando al auditorio con un perturbador vibrato perfora tímpanos. Cantan Balada para un Loco y El día que me quieras, sin excepción. Parejas de bailarines que arriesgan su vida en cada pirueta, performando una coreografía milimétricamente ensayada más cercana a la gimnasia que al baile, eso que mi maestro Lalo -cuando me enseñó a bailar hace más de 15 años- llamaba “tango for export”. Entonces, decía, cuando me piden referencias de tal o cual show de tango arremeto con un contundente “si quieren ver tango que vayan a una milonga”. Es el mejor negocio: entrada $20, consumición a partir de $8, ver a una multitud hipnotizada bailando al compás de una orquesta en vivo un martes a la madrugada en un salón de Palermo, el Bajo Flores o Villa Crespo, no tiene precio.


Milonga del CC Lola Mora

A mí misma, con los años que llevo de milonga, todavía me produce un fascinante efecto de extrañamiento cada vez que voy. Escuchar los compases desde la calle, cuando estoy llegando. En la puerta, dos o tres mujeres fumando vestidas con los estilos más variados (babuchas hippies o atrevidos soleros, jeans, mini shorts), pero calzadas religiosamente con zapatos de taco aguja. Adentro, el prodigio: la música, los bailarines y la pista.

Milonga del CC Lola Mora

Ellas sentadas, de piernas cruzadas paseando los ojos por todo el salón. Ellos -algunos- de pie, cirulando por la pista, buscando aquellos ojos impacientes para hacer contacto visual y cabecear mientras los labios pronuncian sin emitir sonido la contraseña del ritual: ¿bailás? Ella asiente con la cabeza, se levanta con parsimonia, se acomoda la ropa y camina hacia la pista. Desde la otra punta él va a su encuentro. No se conocen, pero no hace falta: se miran, sonríen, se abrazan. Ella apoya su sien sobre la de su compañero, entrecierra los ojos. Él le indica desde el abrazo lo que ella tiene que hacer con su cuerpo: caminar hacia adelante, hacia atrás, cruzar, pivotear. Improvisan. Él cuida que no haya contacto con las otras parejas que están en la pista. Ella se deja conducir dócilmente; tensa el abrazo cuando necesita más tiempo para hacer un adorno con sus pies. Él la espera, la deja lucirse. Entre tango y tango, mientras dura la tanda, intercambian algunas palabras: cómo te llamás, siempre venís a bailar acá, sos de Buenos Aires, lo típico. Retoman el abrazo, vuelven a lo suyo. Segundos después de que los últimos compases del tema que cierra la tanda resuenan en el salón, desarman lentamente el abrazo apretado de la pose en la que los sorprendió el chan chan. Otra sonrisa. Muchas gracias, le dice ella. Un placer, responde él. Caminan juntos hasta la mesa de ella, una última mirada cómplice, fin del romance. Ya empieza a sonar la próxima tanda; él vuelve a recorrer la pista buscando otros ojos, ella vuelve a ofrecer su mirada a quien guste invitarla a bailar.

Que sigan yendo los gringos a gastar sus euros y sus dólares en una cena show. Y los porteños están sobreaviso. El tango, che, el tango es otra cosa.

2 comentarios:

  1. Voy a estar yendo el próximo mes con mi novio a Argentina, al hotel nh buenos aires. Me encantaría tomar algunas clases de Tango, o ver algún espectáculo...No me recomiendan algún buen lugar???

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  2. Hola Victoria. Te recomiendo ir a alguna milonga en vez de un show, es como un bar donde la gente se reúne a bailar tango; ahí casi siempre tenés exhibiciones de alguna pareja de bailarines importante y orquesta en vivo. ¡Los shows son demasiado artificiosos para mi gusto!
    http://www.puntotango.com.ar/ : acá podés consultar horarios, lugares y días para tomar clases, milongas, etc. Las que yo te recomiendo son: Parakultural, Milonga 10, Niño Bien, Porteño y Bailarín, Sunderland. ¡Suerte!

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