miércoles, 1 de septiembre de 2010

Tras la sombra de Borges en Ginebra

Nadie puede elegir dónde nacer; el tandem tiempo-espacio en esa instancia de la existencia está fuera de las posibilidades de elección de cualquier ser humano. Elegir dónde morir, en cambio, puede ser complicado pero al menos es posible. Jorge Luis Borges se dio el gusto de pasar los últimos seis meses de su vida en Ginebra, y además de morir ahí mismo conforme su voluntad.

Borges es un commoditie. Para muchos cronistas será el acento culturoso de su relato: siempre queda fino citar al gran Borges, reconocido por todos pero leído por pocos. Hay una buena excusa para que esta crónica abuse de este lugar común del periodismo vernáculo: lectora compulsiva de sus letras, si hubo una circunstancia en el mundo que me alentó a hacer un alto entre el norte de Italia y París, fue conocer la ciudad que el viejo y sagrado poeta de Buenos Aires (mejor cuentista e insuperable ensayista) eligió para descansar de una vida tan larga, polémica y virtuosa. Como quien busca a John en Abbey Road o la paz espiritual en la India, yo elegí visitar Ginebra para sentirme más cerca del escritor que me obsesionó durante mi adolescencia.

Ginebra no es París: no tiene el glamour de la ciudad que vibra a los pies del Senna. Tampoco es Londres, con sus habitantes un poco chic, un poco cool y un poco respingados, ni es la encantadora Roma o la atrevida y border Berlin. Ginebra tiene una personalidad difícil de encasillar o resumir en pocas palabras. Una personalidad que se escapa un poco.

Lo primero que impacta es su belleza indefinida entre una atmósfera medieval (gris, rocosa, casi áspera) y un encanto de gran ciudad cosmopolita. El lujo de las tiendas de relojes de altísima gama, de los Lamborghini o Ferrari que pasean calmos y silenciosos por la ciudad conviven con un austero aire protestante, sin conflicto ni contradicción.

La belle Genève se repliega sobre sí misma como si nada más en el mundo importara. Surcada por la imponente presencia de Los Alpes, a los pies del Lago Leman se extiende la ciudad que ofrece de todo: parques perfectamente diagramados y conservados (donde se libra una batalla incesante entre cuervos y palomas, en clara desventaja estas últimas), algunos edificios modernos, rincones medievales y la más clásica (y hermosísima) arquitectura francesa.

Espíritu religioso: una forma de vida
El calvinismo es mucho más que un monumento que se erige en el Parque de los Bastiones, en el corazón de la ciudad. Para quien viene (como venía yo) de pasar 10 días en la catoliquísima Italia, recorriendo infinidad de iglesias donde la consigna es “prohibido” (prohibido sacar fotos, prohibido usar minifalda o remeras escotadas, prohibido usar el celular, prohibido, prohibido, prohibido), sorprende el sobrio cartel a la entrada de la Catedral de Ginebra con la frase que reza: “Este es un lugar sagrado. Confiamos en que Ud. sabrá observar su comportamiento”. Ahora entiendo todo.

Habrá sido un positivo contraste para Borges, acostumbrado a la irreverencia latina y a la prepotencia porteña que tanto lo fastidiaban. Los ginebrinos son parcos, sobrios, correctos, pulcros. Un poco antipáticos, quizás altivos. Como el propio Borges. Y así también es la belleza de la ciudad, que durante el día parece una ciudad fantasma por la escasa cantidad de gente transitando de un lugar a otro (pleno empleo, le dicen). Cuando baja el sol (horario de invierno) las calles se convierten en un hervidero de gente de todas las formas, tamaños y colores habidos y por haber, que entran y salen de las tiendas, compran, pasean, conversan, se encuentran y se desencuentran. Sede de gran cantidad de organismos internacionales, Ginebra se muestra tolerante e integradora.


En el Parque de los Bastiones llaman la atención los tableros de ajedrez gigantes que se acumulan bajo los árboles. Hay fichas de tamaño ad hoc para que cualquier pareja de jugadores se anime una partida. Nada más perfecto para el demiurgo de los laberintos, de la biblioteca de Babel, de los juegos de lógica. Y de los poemas sobre el ajedrez, claro.

Casi es posible imaginar a Borges, viejísimo, paseando del brazo de María Kodama por el parque cubierto de nieve, y deteniéndose para presenciar una partida. No, las fichas no se guardan de noche. Sí, quedan a la intemperie y nadie se las roba. Será la severa mirada de Calvino, que observa implacable con sus ojos de roca en el Muro de los Reformadores. Estoy muy lejos de casa. ¿O estoy en casa?

A pesar de su parquedad, los ginebrinos demostraron tener cierto sentido del humor. Por lo menos, cuando de religión se trata. Y si no lo creen, vean nada más este cartel que cuelga en una iglesia protestante:


Tan lejos, tan cerca
Borges tuvo una relación conflictiva con su patria y sus compatriotas. En el fondo, es imposible determinar con rigor científico cuáles fueron las razones que lo llevaron a querer morir y ser enterrado allí. Podemos imaginar avatares que sirvan para narrar a Ginebra en un insignificante blog de viajes, pero nada más.

Me quedará para siempre la duda de por qué el orgulloso, el altivo Borges, prefirió el anonimato de una tumba perdida en el cementerio de Plain-Palais al rimbombante mausoleo que sin dudas le hubieran erigido en la Recoleta o Chacarita. La crítica, el mundillo de los literatos, algunos sectores políticos le habían hecho la vida imposible. Pero el viejo murió consagrado, sabía que le harían los honores de todas formas. Que ya había pasado a la historia de las letras. ¿Por qué irse tan lejos? ¿Será el último desplante, el último laberinto que urdió este Teseo del lenguaje? Me fui hasta Ginebra para averiguarlo, y volví con la sensación de haber visitado una de las ciudades más hermosas de Europa. En cuanto a las respuestas que buscaba: sin puntos arquiméricos a la vista.

Con esta frase de Borges se lo recuerda en una sobria placa conmemorativa, escondida en un callejón de Ginebra. No hay que darle más vueltas, quizás ahí está la clave:

"De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad."


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