miércoles, 15 de septiembre de 2010

Tipos de viajero




Atención: los hechos y personajes de la siguiente historia son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.


El europeo sensible
Viaja a América Latina con muchos euros y una valija llena de imaginarios. Quiere bailar tango en Buenos Aires, adentrarse en el desierto boliviano, atravesar una selva guatemalteca a machetazos, perderse en las calles de La Habana y sucumbir en el Amazonas en manos de una tribu caníbal. No tiene noción del tamaño del continente. Pone un pie en el mundo subdesarrollado y tanta decadencia moral (nunca vista en su tierra natal) lo conmueve. Se compra franciscanas y pantalones babucha. Carga todas sus pertenencias en una mochila incomensurable. No se baña. Come poco, se compra un tambor en la feria de artesanías de Plaza Serrano. Se anota como voluntario en un comedor comunitario de La Boca (le pasaron el dato en el hostel: en los comedores comunitarios de La Boca todos los voluntarios son extranjeros; los argentinos ya conviven con la miseria y la exclusión sin que les genere la más mínima preocupación). Cambia el pasaje de avión a El Calafate por un ticket de bus a la Puna. Una vez allí, hace dedo para ir de pueblo en pueblo. Come menos que antes, pero se siente feliz y realizado, no le hace falta nada. Lo maravilla la imponente belleza de los paisajes y la sencillez de las personas. En algún momento comienza la metamorfosis en sentido inverso. Se da cuenta de que ser pobre no está bueno. Vuela a la capital más cercana, hace vida cosmopolita por unos días (visita museos, recorre los highlights de la ciudad, se emborracha) y vuelve a casa sano y salvo, para satisfacción de familia y amigos.




Los contingentes japoneses
Lamentablemente esta categoría incluye a todo viajero que tenga los ojos rasgados y se movilice en enormes contingentes con sofisticadas cámaras de fotos colgadas del cuello, sin distinción entre chinos, coreanos, nipones y otras nacionalidades exóticas que para la ignorancia occidental “son todas iguales”. Existen varias categorías de contingentes japoneses: adultos y jubilados, falsos hippies, y grupos de adolescentes donde los varones son más bien andróginos (usan pantalones chupines, maxi carteras de Louis Vuitton, anteojos de lectura Ray Ban Wayfarer y el pelo lacio volcado sobre la cara), y las chicas se ponen minifaldas escolares, medias por la rodilla, zapatos de taco alto y tienen los celulares llenos de colgantes. Sacan fotos. De todo. Sin distinción. Sin criterio. Si no lo hacen, es como si no estuvieran viajando. Todo lo observan a través de las pantallas de sus cámaras: el goce turístico es directamente proporcional a la cantidad de chatarra informática que acumulan en la memoria de la cámara. Cuando posan para las fotos, sonríen y levantan la mano a la altura de las mejillas, cerrando los dedos sobre la palma y dejando alzados solamente dos: el índice y el mayor. Escuchan atentamente a la guía del contingente. Se mueven en bloque aunque silenciosamente, y ni locos se manejan por fuera del circuito ortodoxo: Venezia es un paseo en góndola, Roma una vuelta al Coliseo, París la vista panorámica desde la cumbre de la Torre Eiffel. Al regreso a sus hogares, después de atormentar a familiares y amigos con un sinfín de fotos y filmaciones por pasillos de iglesias y museos, vuelven a su febril rutina laboral; para algo son potencia che.



El bananero
Generalmente argentino y más que argentino porteño, puede ser también de algún país centroamericano. Viaja a Miami, of course. Lo primero que hace cuando baja del avión es correr a alquilarse uno de esos autos que en su vida podrá manejar por las callecitas de Buenos Aires (porque no le alcanza la plata para comprarlo o porque si lo puede comprar, seguro lo secuestran en la puerta del country por andar con un auto demasiado farolero). Se arremolina en GAP o Banana Republic y compra ropa para varias temporadas: camisas por US$1, ¿cómo resistirse? Come en lugares que se llaman “Tango Grill”, “Churros Manolo”, “Las vacas gordas” o “Baires Grill” (negocios de otros argentinos que cumplieron el sueño bananero: instalarse con éxito en Miami). Si encuentra otros coterráneos, se saludan a los gritos. Visita al delincuente de Cacho Fiore para comprar electrónica a precios módicos, pasea por Wal Mart a la madrugada sólo para experimentar el placer de comprar pasta para waffles a las 4 AM. Se cuida de no tirar un solo papelito a la calle, admirado de lo civilizados que son en este maravilloso país. Se saca fotos con todo auto de alta gama que encuentra por la calle. Coimea a los empleados cubanos de la aerolínea para no pagar el exceso de equipaje, y a los de la aduana en Ezeiza para que les dejen pasar las iPad, los iPod y los iPhone que trajeron para vender en MercadoLibre y amortizar los gastos del viaje. Apenas pone pie en tierra propia suspira resignado, prende un pucho y arroja al piso el celofán de la cajita recién comprada en el Free Shop, mientras mira con desconfianza a toda esa gente que lo vino a recibir y no entiende que Miami es un lugar maravilloso, tan glorioso, barato y maravilloso...



El que compró el tour 25 ciudades en 21 días
Hay lugares del mundo que quedan lejos. Lejísimos. Entonces, para amortizar el pasaje y sacarle el máximo provecho al dinerillo invertido, algunos viajeros compran tours que desafían a Einstein proponiendo revolucionarias formas de redefinir la relación entre tiempo y espacio. Recorren el Museo del Louvre a las patadas. Se empastan contra el cardumen de japoneses que tiraniza la contemplación de La Gioconda (en el apuro, pasan por al lado de La Virgen de las rocas, obra maestra de Leonardo Da Vinci, sin siquiera percatarse). Van al baño cuando el guía da permiso para ir al baño, comen cuando el guía dice que hay que comer y en el restaurante contratando por la agencia de turismo para tal fin. Se la pasan subiendo y bajando de buses turísticos. A la izquierda la puerta de Brandenburgo (click!), a la derecha el Vaticano (click!). Despiertan con sobresaltos en medio de la noche, preguntándose dónde están y cómo llegaron ahí. Se quedan con las ganas de hacer todo lo que no les está permitido hacer para no retrasar al resto del grupo. Invaden tiendas de souvenir comprando algo, cualquier cosa, que les recuerde al regresar a casa que pasaron por esa ciudad. Sacan fotos de obras de arte, monumentos y otras curiosidades que más tarde, una vez de regreso en su casa, no logran evocar qué son. Piensan que vieron pirámides en Rumania, bailaron Zorba en Egipto y temieron la presencia de Vlad III El Empalador (alias Conde Drácula) en Grecia. De regreso a casa, no hacen otra cosa que esperar las próximas vacaciones, para descansar de esta estresante y agotadora experiencia.



El viajero lagarto
El tipo está cansado. Labura todo el año como un burro, llegan las vacaciones y no quiere hacer otra cosa que ponerse culo para arriba al sol en algún montículo de arena, a escasos metros del mar. Según el presupuesto podrá disfrutar de una playa mediterránea paradisíaca, comprará un paquete para ir al Caribe en temporada baja, cambiará pesos por reales o derrapará en cualquier rincón de la costa bonaerense. Arena y mar, el resto da lo mismo. Se levanta temprano y arranca cargando la heladerita: unos packs de cerveza, fiambre, una botellita de agua para hidratarse. Si tiene nivel, pagó un all inclusive en algún pobrísimo pero paradisíaco país caribeño. Ojotas, piluso, protector solar. Un libro de Osho o de Stamateas, una revista de crucigramas (no todo es dencansar, che). Las señoras y señoritas meten panza y arquean la cintura con disimulo, para modelar la silueta. Los ojos de los muchachos fisgonean con avidez, a salvo detrás de los cristales ahumados de un par de anteojos de sol. Dormir y dormitar se convierten en una misma cosa. Los días transcurren idénticos, invariables. Al amanecer, a la playa. Almuerzo temprano. Después de comer: siesta. Leer un rato, caminar por la orilla, siesta para recuperar energías. Cae el sol: ducha y a caminar por “el centro”. Estallan las heladerías y las salas de jueguitos. Antes de dormir, sacude bien las sábanas porque nada lo irrita más que un granito de arena en la cama. El viajero lagarto descansa y descansa. Piensa en los compañeros de trabajo, en la oficina con el aire acondicionado al mango, mientras él chupa los últimos hielitos de una caipirinha. Y se dice a sí mismo, satisfecho: esto es vida. Por lo menos 15 días en 365, entre tanta jarana y sinrazón, hay una recompensa: esto es vida.


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