martes, 16 de noviembre de 2010

Una desgracia con suerte

Pertenezco a la insufrible secta de personajes que sienten curiosidad por las cosas más variadas: la literatura pre-soviética, el diseño Bauhaus o la fotografía. ¿Por qué no visitar, entonces, el observatorio astronómico que queda en el Parque Nacional El Leoncito?

Había luna llena, pero a pesar del frío helado desbordaba de entusiasmo. Los carteles que debían indicarnme cómo llegar al observatorio eran exasperantes, porque las referencias eran contradictorias. Después de idas, vueltas y marchas atrás, me decidí por una de las dos direcciones posibles y así llegué al Observatorio Astronómico Dr. Carlos U. Cesco. Pero ahí me dijeron que para hacer la visita había que contratar el paquete turístico en una agencia: pagar una fortuna para pasar la noche en las cómodas instalaciones recientemente inauguradas -cena y desayuno incluidos- y por supuesto también mirar por el telescopio. Me dieron un folleto y me despidieron. No, no podía ni siquiera dar una vuelta por ahí ya que los astrónomos estaban en plena faena. ¿Qué me agrió más el humor? ¿Haberme quedado sin la visita al observatorio o comprobar que los parques nacionales de la Argentina son un kiosco que los gobernadores e intendentes le ceden a las agencias de turismo? Me encogí de hombros y me fui.

Fue sólo cuestión de andar un par de kilómetros el camino de regreso, reencontrame con los sospechosos carteles contradictorios y atar cabos: son dos. Dos observatorios adentro del mismo parque, por eso la señalización ambivalente. Ya había caído la noche, pero con alguna esperanza de que me recibieran igual fui al CASLEO. Este observatorio, menos glamoroso que el Cesco, no estaba en mis planes ni había encontrado noticias de su existencia en mis averiguaciones previas sobre qué hacer-a-qué-hora-cuánto-cuesta-vale-la-pena. Para mi sorpresa, me recibió el Astrónomo de la estación, oriundo de La Plata, quien había llegado al observatorio a los 24 años, recién recibido, y que ahora, con 64 pirulos, estaba a punto de jubilarse. Por unos pocos pesos (10 ó 20) me invitó a recorrer las instalaciones, explicándome con pasión en qué consistía el trabajo al que le dedicó toda su vida, cuál era su importancia, por qué San Juan era un punto ideal para perderse en la contemplación del cielo infinito (no importa lo que digan los científicos, esos sofistas y farsantes: cuando alguien lo recorra de punta a punta y regrese para contarla, me voy a creer eso de que el universo es finito).

Corrió la bóveda sólo para mí y mi compañero. Nos hizo ver el ocaso de Venus y los anillos de Júpiter. Nos indicó la fecha precisa en la que un asteroide colisionaría con el planeta tierra, causando la más absoluta destrucción si no fuera porque el incesante trabajo de astrónomos y aficionados permite anticipar y prevenir estos incidentes. Aprendimos que la tarea de todos los observatorios es coordinada desde un ente yanqui, que determina quién investiga qué (típico de ellos creerse la gran cosa, we americans are the greatest nation in the world y arrogarse el derecho de dar órdenes).

Abandonamos la bóveda y su gigantesco telescopio. “Ya casi no se usa este armatoste, con lo que avanzó la tecnología”, me confesó. Su asistente montó un telescopio de módicas proporciones, a la intemperie. Merced a los cachetazos del viento Zonda y la helada cuyana de la noche que ya estaba bien avanzada, mi amigo astrónomo me hizo recorrer las estrellas: la que se estima más joven, la que se estima ya extinta pero que sigue arrojando su luz sobre la tierra, la que le parecía más linda, las constelaciones. Consternados por la invasiva luz de la luna llena sobre cualquier cuerpo celeste que quisiéramos observar, jugué a ponerle al visor del telescopio el filtro UV de la Canon AE1. Mi guía estaba maravillado: nunca se le había ocurrido combatir la luna llena con un simple filtro de fotografía; 40 años en el observatorio y todavía aprendía cosas nuevas.

Me preguntó dónde me hospedaba: en lo de Don Lisandro. Entre risas me contó que don Lisandro en cuestión, el mismo que habitó la casa que su nieto Mauro restauró y donde esa noche iba a dormir, fue una figura destacada para el CASLEO y el parque El Leoncito. Calingasta es un pañuelo.

Respondió todas mis preguntas con entusiasmo, perdió la noción del tiempo que estaba invirtiendo en darme la vuelta al perro por el orbe, a los dos gatos locos que se acercaron como quien ve luz y sube. A pesar de la dificultad que impone el aislamiento de su profesión, la vida en medio del monte, las condiciones climáticas extremas, la soledad, era la extraordinaria caracterización de un hombre feliz y realizado. Que siga vendiendo el Observatorio Cesco su paquete turístico; suerte la de aquellos que gracias a la desgracia de no poder visitarlo terminan por encontrarse con un personaje como el fantástico Astrónomo del CASLEO.

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